jueves, 23 de julio de 2015

Esta mujer


Era la noche en que cada auto eras vos y no eras vos. Era la noche de la pasión. Y del espanto. Era la noche en que la copa de vino, atrás de otra copa de vino, atrás de otra copa de vino, disfrazaban el horror de verse a una misma con su peor máscara. Era la noche. Sólo era posible el amor si abrazaba todas las máscaras. Sólo era posible quererse en el espanto. Sólo en la copa de vino que ahogaba los restos de quien no querías ser. Era la primera vez que el amor salvaba, que dejaba de ser una carga oscura y se convertía en potencia destructora-creadora que arrasaba con todo lo que tenía delante, incluso con vos. Porque tenías que arrasar con vos para poder mirarte de nuevo y decir: he aquí esta mujer. Esta mujer soy yo. 

jueves, 16 de julio de 2015

Adoraciones

Algo se activaba cuando un nuevo ser entraba en su órbita. Entonces retomaba el movimiento. Ese contoneo histérico que hacía sonar campanillas, que creaba una música a la cual era difícil resistirse. El poder de atracción era casi irresistible. Y se le hacía imperceptible a todo el que entrara a formar parte del centro de gravedad de su propio ser. Se alimentaba de sus deseos, de sus pasiones, de la admiración que desataba en cada uno de ellos. Se alimentaba y los alimentaba con sus estertores. 

De repente el deseo, su deseo, desaparecía, y los cuerpos que ya estaban girando rítmicamente a su alrededor se suspendían en el aire, ya sin fuerza, ya con la fuerza propia, que algunos habían perdido en ese juego gravitatorio, y caían. Caían estrepitosamente. Los que quedaban, lo hacían librados a su propia suerte, y entonces se producía el milagro y comenzaban a bailotear entre ellos y festejaban y se encontraban y circulaban besos, caricias y espuma. 

martes, 7 de julio de 2015

Y si ahora... el amor

Parecía como si el amor fuera eso que él le estaba enseñando tan rudimentariamente.

No le había enseñado la espera así, tan al límite.

Y ella se había olvidado lo que se sentía cuando el cuerpo no podía con el deseo.

Se lo había olvidado o nunca lo había experimentado. Seguramente no importe.

Si importó que, incluso antes de que se consumara mas allá de un beso, le dieron ganas de contárselo a su papá.

No fue como esperaba.  Pero fue algo nuevo. Volvió a ser una niña que tiene un padre, aunque casi nunca lo tenga. Y mientras lo escuchaba decir cosas que no importaban, se le hizo un nudo en la garganta y casi llora.

No puede creer que así, con 30 años ya bastante pasados,  viva momentos de volver a ser una niña. Vuelva a buscar el refugio de su papá ante el terror -y el placer- que le causa sumergirse en algo tan desconocido como el amor.

Es el desconocimiento de lo conocido, de lo vivido, de lo deseado. Que cambia la piel cada vez, que se empieza -pareciera- de cero, ante cada paso testarudo que nos impone eso que llamamos la vida.

martes, 30 de junio de 2015

La espera (y la acción)



Primero se rompió la copa. Iba a ser la tarde que se rompió la copa para siempre en su memoria. En la memoria de él. Y después, aunque no inmediatamente después, porque hizo falta salir de ahí por un momento, recomponerse, pensar, verse un segundo en el espejo del baño de ese bar, volvió a sentir lo que era el amor en una mirada. Habían pasado años desde que había experimentado ese sentimiento por última vez, tantos que ya ni siquiera recordaba cómo había sido. O quizá nunca había sido. No así, no tan intenso. Pero no quería dejarse engañar por sus recuerdos. Quizá alguna vez había mirado unos ojos de esa manera, quizá alguna vez unos ojos la habían mirado de esa manera. Quizá esta era la primera. Eso no importaba. Importaba lo intenso que se sintió, la emoción que se apoderó de ella y recorrió cada centímetro de su piel. El brillo que ya era lo que invadía todo, pero que lo invadió aún más.

Recordó cuando el conejo le respondía a Alicia que para siempre a veces es sólo un segundo. El tiempo se había apoderado de ellos en ese segundo eterno en que sus miradas brillaron con más intensidad que otras veces. Fue ese instante el que le indicó que lo que creía que podía haber, lo había. Que tal vez, eso era el amor. Antes se tuvo que romper la copa. Antes tuvo que transformar su espera (la de ella) en una tímida acción, que por ahora sólo significaba la acción de la palabra. Que tragedia -le dijo- que mi espera y tu acción, nunca se encuentren. Y se levantó, y tiró la copa. Y estalló en todos los  pedazos en los que sentía que iba a estallar ella en ese momento. Porque él sabía que era lo que realmente le estaba diciendo, porque el sabía que esa era toda la acción posible entre ellos. Mientras la tranquilizaba y juntaban los vidrios rotos en la mesa y en la vereda, no sabía que hacer con una vergüenza que siempre supo que iba a sentir cuando volviera sobre el tema, y que no pudo más que agravar con su torpeza más que habitual, oportuna.

Le dijo que aclarara al mozo, si venía mientras buscaba el baño, olvidada ya de su necesidad y más como quien buscaba un hueco donde esconderse, donde recobrarse, que ella había roto la copa. Pero ya adentro del bar se acercó a la barra y lo dijo ella, porque sabía que él iba a asumir la copa rota como su propia torpeza. Y no podía permitir ni la injusticia más pequeña si se trataba de él. 

Cuando volvió todo seguía estando ahí. Absolutamente seguro de que era su momento de actuar (siempre las palabras eran la única forma de acción, eso no puede olvidarse nunca, ni ella ni él pueden olvidarlo por ahora) continuó la conversación donde había quedado. Y para él no era para nada una tragedia, para él era un aprendizaje, que implicaba que uno se apropiara del mecanismo del otro, pero para tenerse un poco más a sí mismo. Entonces él, que siempre esperaba -le dijo sabiendo que ella ya conocía esa parte de él- estaba aprendiendo ahora a actuar, a dar pequeños pasos para que eso que tenían no muriera, más bien siguiera creciendo. Y ella, que era una mujer de acción, de impaciencia, había aprendido a practicar el arte de la espera.   Y entonces, en un mundo posible, podía un día todo ir hacia algún lado, como estaba yendo. Tenían que buscar, esta vez juntos, no convertirse en víctimas de la espera. Tenían que seguir buscándose a sí mismos y por esa vía, encontrar el amor.

El amor sobrevolaba todo, pero no aparecía la palabra. Porque esta vez era sobre ellos. Él había tomado en sus manos el destino de los dos, que no implicaba que ella no hubiera hecho un poco lo mismo. A su primer acción, estuvo la espera de él. Y esa espera de él estuvo bien puesta esa noche en Palermo, esa tarde en Devoto. Le explicó él que estuvo bien puesta, pero que no significaba que no había nada. Claro que había algo. Y la espera de ella, ahora, en las noches y en las tardes que siguieron, estuvo bien puesta, y tampoco significaba que no había nada, que se había ido el amor. Estaban ahí las palabras para expresarlo, estaban ahí las mirada que a cada encuentro se hacían más intensas. Estaban ahí ellos dos, otra tarde, compartiendo las horas que era, ambos lo sabían, lo más valioso que tenían. El tiempo que pasaban juntos se convertía entonces en una ofrenda mutua, en el amor expresado en palabras y en miradas y en tiempo, que mientras se detenía para ellos parecía seguir pasando para el resto del mundo.

Había oscurecido, habían cambiado las caras del bar. El mozo nunca se había atrevido a acercase por no molestarlos. Ella podía ver de afuera como se veía el brillo de cuatro ojos claros que no paraban de mirarse. Y hubo que volver al tiempo, y mirar el reloj, y habían pasado cinco horas, sin contar el segundo en que fue para siempre. Cinco horas de tiempo normal, del tiempo de los otros. Caminaron juntos, siempre sin tocarse. Era llamativo como ni siquiera se rozaban, y cuando sin querer su mano y su torpeza golpeaban la de él al caminar, un nerviosismo la invadía, aparecía una tensión que los dos sabían que estaba ahí. Se saludaron, como siempre, casi sin afecto, con formalidad incluso. Había terminado la magia que los atravesaba cuando estaban frente a frente. Sabían que iba a volver. En el próximo encuentro. Sólo para asegurarse, ella le mandó, mientras volvía a su casa con la emoción intacta, que lo que contaba, que lo que valía, era la intensidad. Él entendió a qué se refería y respondió lo que era posible responder, porque ella también entendía. Los dos reafirmaron, solos, su complicidad. 

viernes, 19 de junio de 2015

Perder la aureola



"¡Eh! ¿cómo? ¿Usted aquí, mi querido? ¡Usted, en un lugar malo! ¡Usted, el bebedor de quintaesencias! ¡Usted, que come ambrosía! Verdaderamente, hay de qué sorprenderse.
-Querido mío, conoce mi terror a los caballos y a los coches. Hace un momento, cuando atravesaba la avenida con gran apuro, y sorteaba el barro, a través del caos movedizo en que la muerte llega al galope por todos los costados a la vez, en un movimiento brusco mi aureola se deslizó de la cabeza, al fango del empedrado. No tuve el coraje de recogerla. Juzgué menos desagradable perder mis insignias que hacerme romper los huesos. Y además, me dije, de algo sirve la desgracia. Ahora puedo pasearme de incógnito, cometer bajas acciones, y  abandonarme a la canalla, como los simples mortales. ¡Y héme  aquí, en todo semejante a usted, como puede ver!
-Al menos debería hacer publicar esa aureola, o hacerla reclamar por el comisario.
-¡Por favor! ¡No! Me encuentro bien aquí. Sólo usted me ha reconocido. Además la dignidad me aburre. Por otra parte pienso con alegría que algún mal poeta la recogerá e impúdicamente se adornará con ella. ¡Qué gozo, hacer feliz a alguien! ¡Y sobre todo, alguien que me hará reír! ¡Piense en X, o en Z! ¿Eh? ¡Qué divertido será eso!

Charles Baudelaire

sábado, 13 de junio de 2015

Con las palabras



La ducha le traía recuerdos de ella, que no podía llamar más que por su verdadero nombre, que no podía convertir en ficción, como sí podía ella. La ducha bailaba por su cuerpo, y siempre la recordaba. A ella y al Magenta Star y a Paula (su nombre casi igual, pero tan distinto) y a su interregno del baño. La ducha le desataba una lluvia de pensamientos que caían con la velocidad de las gotas sobre su piel. Y el baño se prolongaba, y se podía prolongar para siempre, si no fuera por la urgencia de escribir una parte, para que no se le escape, de todo lo que aparecía en esos húmedos minutos.

Con ella aprendió a hacer el amor con las manos. Con la punta de los dedos. Aprendió a sentir el calor de su cuerpo, la humedad, sólo con la piel erizada de la yema de los dedos. Con ella aprendió que las caricias hacen el amor, y las caricias empiezan por la punta de los dedos. Aprendió eso y muchas cosas más, cotidianas, casi invisibles. Pero sobre todo aprendió a hacer el amor con las manos.

Ahora aprendía a hacer el amor con las palabras, el placer en las palabras. Ellos hacían el amor así, como podían. Y podían hacer el amor con las palabras. Con las palabras y con la mirada. Bailaban una danza que nunca tenía final, que había que ponérselo porque pasaban las horas, y esa ofrenda de tiempo y palabras que se hacían merecía terminar un día, a una hora, para no terminar nunca. Para esperar con ansias el nuevo encuentro. A veces hacían el amor llenos de ansiedad, se disparaban las palabras porque eran tantas, porque se habían amontonado ahí, porque el deseo era incontenible. Otras todo empezaba en silencio, en pequeñas caricias sin importancia de comentarios banales de la vida cotidiana, como preparando el momento, eligiéndolo. Porque cuando empezaban a hablar en serio, a decirse todo lo que tenían para decirse, entraban en un trance del que era difícil salir. Hablaban de la vida, de sus vidas, hablaban de la muerte, hablaban de amor. Y entre la vida, la muerte y el amor, la política, las ideas y la literatura se mezclaban con la música, o con el psicoanálisis, o aparecía alguna película de esas que había que mirar y poner en el centro del próximo encuentro. Y los ojos (los de ella, los de él) brillaban, siempre brillaban, y la boca (la de él) se llenaba de palabras y las sacaba de a poco, eligiéndolas. Eran tan distintos para hablarse, y le gustaba tanto como él elegía las palabras, como hacía esos silencios y la miraba, y ella sentía que en esos breves espacios podía mirarlo y un día elegir decirle lo más importante que tenía para decirle, que era decirle que lo amaba. Y que quería hacerle el amor con el cuerpo también, y en silencio. Sentirlo en un beso. Y enseñarle a hacer el amor con las manos, con la punta de los dedos primero, como ella había aprendido, para tocarlo como él le hablaba: despacio, eligiendo ahora los lugares donde acariciarlo, deslizando la yema de los dedos por el contorno de su cuerpo, por su boca, por sus cejas, por sus párpados, y bajar desde ahí hasta la punta de los pies. Ella quería hacerle el amor como el le hablaba, con esa atención, con ese respeto, con esa pasión. Iba a ser en silencio, para después seguir con las palabras, y que el deseo apareciera en esos dos placeres juntos, y quedarse tirados en la cama haciendo el amor, hablando, haciendo el amor...

jueves, 11 de junio de 2015

Virtud


Esa tarde, hace cosa de 5 meses, se prometió, le prometió, que lo iba a convencer: que podían probar el amor, que no estaban tan rotos como para no intentarlo.

Hubo en el camino un momento en que él la convenció a ella de que mejor esperar. Hacía falta esperar. Pero como la espera, al menos la que ella había aprendido (que no era más que la que él le había enseñado) no podía ser absoluta, se dispuso a matizarla con cierta dosis de acción.

Estaba la acción de él entonces (que estaba aprendiendo de ella) y estaba la acción de ella (que estaba aprendiendo la espera de él), que no iba más allá de decir, de poner en palabras (escritas, que siempre le quedaban mejor a ella) un amor que la invadía quien sabe desde cuando. Que se hacía más intenso con cada encuentro, con cada mirada, con cada palabra que le decía (que era lo que siempre le quedaba mejor a él)

Y se hacía cada día más evidente que había algo más que ellos, que algo se apoderaba de ellos, se les imponía, los agarraba y los zarandeaba de un lado a otro, les ponía palabras en la boca, encuentros que duraban horas, el brillo en las miradas, las sonrisas tímidas. Y siempre estaba la pregunta de si eso que los poseía no eran en realidad ellos que se querían poseer, a sí mismos, mutuamente.

Poseer en el buen sentido. Poseer de atrapar un momento. Poseer de tener un beso que no es de él, ni de ella sino que cobra vida propia, que es de los dos, que convierte sus vidas separadas en ese beso común, donde se hace imposible distinguirlos, donde no se sabe quién es quién como en los encuentros anteriores, donde sólo existe ese momento de los dos, del que ahora no pueden separarse, que ahora queda como una imagen de esas que vuelven cuando quieren, y nos asaltan tomando mate en el desayuno, o en el medio de una clase, o una reunión.

Todo indica que fueron hacia ahí. Todo indica que no existe la suerte, ni el azar. Habrá que cerrar -esta vez- los ojos y sonreir pensando que los dos están donde quieren estar. Y no existe, por ese instante eterno, nada más.

sábado, 6 de junio de 2015

Furtivo

Cada vez que cerraba la puerta detrás tuyo me quedaba la misma sensación. La sensación de todo lo dicho, y de todo lo que no. El deseo de besarte, de robarte un solo beso. La distancia de los cuerpos, que en cada abrazo eran más distantes. La distancia que aumentaba cada vez que cerraba la puerta sin poder tocarte. Cada vez que te escuchaba como si pudiera morirme así, como si sólo escucharte, como si sólo mirarte, como si no necesitara nada más. La sensación de que podía morir así, en uno de esos días. Pero no sin haberte besado, no sin haber sentido como se siente tu piel en la yema de mis dedos, en mis labios. No sin haberte recorrido todo el cuerpo con la boca, con la lengua, con las palabras. Cada vez que cerraba la puerta me quedaba la fantasía, me quedaba el deseo, me quedaba el amor. De este lado, de mi lado. Cada vez que cerraba la puerta me quedaba sola. Y no sabía que hacer con todo ese placer en la punta de los dedos, en el filo de la lengua, en el fondo de mis ojos. 
Y cerrar los ojos y besarte, imaginar tus labios, sentirlos casi reales en los míos, sentir tu saliva en mi boca, tus manos en mi cintura, en mi cuello, jugando con mi pelo. Cada vez que cerraba la puerta me prometía que alguna vez te iba a robar un beso, o te lo iba a pedir, que alguna vez te iba a besar. Y tu boca iba a recuperar su lugar de boca, de besos, vacía de palabras tu boca, llena de besos por alguna vez. Solo por alguna vez.

viernes, 29 de mayo de 2015

El pasado

Las imposibilidades se retuercen en sí mismas, se aplastan contra la pared, 
y se despedazan
Los ojos siguen hablando
Y la vida se protege a sí misma afirmando su sentido


No podía escribirte un poema
No podía nombrarte sin que doliera
No podía tocarte
No podía besarte
No podía

Y era tan único cada instante
tan nuestro
tan ajeno

que mirarte ardía
pero que me hubiera pasado la vida
todos sus minutos
todos sus segundos
con tus ojos azules enfrente de los míos
hablándome
escuchándote

que la vida hubiera tenido sentido
sólo poblada
de uno de esos instantes
en que tus ojos hablaban

jueves, 28 de mayo de 2015

Interludio


Una no para de morir
A veces lenta
otras furiosamente
Morir y volver a vivir
para volver a morir
y en el medio

pasa la vida

viernes, 3 de abril de 2015

El deseo y la contradicción


Qué es la vida sino la pasión que se enciende en unos minutos de goce, y se mezcla de un vistazo con el dolor más profundo, el de la ausencia, que se nos impone, que se nos convierte en medida del placer.

martes, 24 de marzo de 2015

Eternidad



"-Por un minuto sólo me pareció que yo no estaba acá, ...ni acá,  ni afuera...

-...
-Me pareció que yo no estaba... que estabas vos solo. 
-...
-O que yo no era yo.  Que ahora yo... eras vos."

Manuel Puig, El beso de la mujer araña

miércoles, 11 de marzo de 2015

Fortuna


-¡Suerte para vos! le dijo en una carcajada irónica mientras le cerraba la puerta en la cara.
Julia se subió al auto y experimentó una sensación de enajenación que no sería la primera en la semana. Que hacía mucho no estaba ahí, donde no estaba ella. Manejó los 20 kilómetros que la separaban de su casa como una completa autómata, no había un sólo sonido que la alcanzara, ninguno de los movimientos que hacía existían, sólo estaba su cuerpo que apretaba pedales y pasaba cambios.

Su cabeza se había quedado en el diván rojo del consultorio.

Llegó a su casa y notó que volvía a su cuerpo. Volvía con una pregunta amiga que la traía, que la rescataba de dónde sea que estaba. Volvía con unas lágrimas que brotaron sin que siquiera lo notara. Repetía la pregunta que le había dado vueltas desde que cruzó la puerta que la enfrentaba cara a cara con ella todas las semanas. Y con las lágrimas vino una rabia feroz contra su analista. Era la primera vez que se enojaba con ella.

-"¡Suerte para vos!"- ¡¿cómo no la había mandado a la mierda en ese momento?! "Suerte para vos", como si supiera que la iba a dejar exactamente así, fuera de ella.

Pero era demasiado tarde y la suerte ya se había conjurado.

Y la semana de las lágrimas y el enojo fue la semana de su segunda enajenación, que esta vez la ponía como sujeto de su fantasía, que se volvía real, que le devolvía a ella. Entre tanto Dr. Freud que había dado vueltas por ahí recordó a Lenin: "es preciso soñar con la condición de creer en nuestros sueños y realizar escrupulosamente nuestras fantasía". 

Sólo tres días desde la conjura bastaron para que su fantasía comenzara a realizarse escrupulosamente. Y ahí estaba ella, o no estaba más bien, se miraba casi de afuera, lo miraba casi de afuera, sin poder entender cómo era que había pasado lo que estaba pasando, en qué momento habían llegado ahí, a ese bar, a ese whisky que se volvía promesa por cumplir, a ese beso que superaba en decenas de veces al que había reconstruido durante todo este tiempo en su cabeza.

Esa semana todo en su vida pareció encajar perfectamente, de pronto. Consiguió un mejor trabajo, resolvió sin tanta vuelta los problemas de horarios. Escribió, eligió qué era lo que quería hacer este año y se trazó desafíos. Hasta volvió a cruzarse amigos de la infancia, de esos que hace diez años que no ves y que te recuerdan a vos cuando fuiste otra, y que te recuerdan a vos que seguís siendo vos. Y mientras encajaba su cuerpo se volvía un torbellino, su espera que había aprendido a vivir sin ansiedad la invadía de repente como en una vuelta a los 15 años. Tuvo la certeza de que nunca se volvería su víctima. 

Fue, la segunda, una enajenación distinta. El deseo que se hace real casi como si ella no hubiera hecho nada al respecto. Casi como si sólo hubiera tenido un golpe de suerte. 

martes, 10 de marzo de 2015

En busca del tiempo perdido


"Las verdades que han cambiado para nosotros su sentido y su aspecto, que nos han abierto nuevos caminos, son un descubrimiento que venimos preparando desde hace tiempo; pero sin saberlo; y sólo existen para nosotros a partir del día, del minuto en que se volvieron visibles."

Marcel Proust

martes, 13 de enero de 2015

Las máscaras


"- Oh, las máscaras. Uno tiende siempre a pensar en el rostro que esconden, pero en realidad lo que cuenta es la máscara, que sea ésa y no otra. Dime que máscara usas y te diré qué cara tienes."

Julio Cortázar, Los Premios 

sábado, 3 de enero de 2015

Nombres y figuras


La hermosura de la infancia sombría, la tristeza imperdonable entre muñecas, estatuas, cosas mudas, favorables al doble monólogo entre yo y mi antro lujurioso, el tesoro de los piratas enterrado en mi primera persona del singular.

No se espera otra cosa que música y deja, deja que el sufrimiento que vibra en formas traidoras y demasiado bellas llegue al fondo de los fondos.

Hemos intentado hacernos perdonar lo que no hicimos, las ofensas fantásticas, las culpas fantasmas. Por bruma, por nadie, por sombras, hemos expiado.

Lo que quiero es honorar a la poseedora de mi sombra: la que sustrae de la nada nombre y figuras.

Alejandra Pizarnik

viernes, 19 de diciembre de 2014

La palabra del deseo



Esta espectral textura de la oscuridad, esta melodía en los huesos, este soplo de silencios diversos, este ir abajo por abajo, esta galería oscura, oscura, este hundirse sin hundirse.

¿Qué estoy diciendo? Estás oscuro y quiero entrar. No sé qué más decir. (Yo no quiero decir, yo quiero entrar.) El dolor en los huesos, el lenguaje roto a paladas, poco a poco reconstruir el diagrama de la irrealidad.

Posesiones no tengo (esto es seguro; al fin algo seguro). Luego una melodía. Es una melodía plañidera, una luz lila, una inminencia sin destinatario. Veo la melodía. Presencia de una luz anaranjada. Sin tu mirada no voy a saber vivir, también esto es seguro. Te suspiro, te resucito. Y me dijo que saliera al viento y fuera de casa en casa preguntando si estaba.

Paso desnuda con un cirio en la mano, castillo frío, jardín de las delicias. La soledad no es estar parada en el muelle, a la madrugada, mirando el agua con avidez. La soledad es no poder decirla por no poder circundarla por no poder darle un rostro por no poder hacerla sinónimo de un paisaje. La soledad sería esta melodía rota de mis frases.

Alejandra Pizarnik

miércoles, 26 de noviembre de 2014

Piedra fundamental



No puedo hablar con mi voz sino con mis voces.

Sus ojos eran la entrada del templo, para mí, que soy errante, que amo y muero. Y hubiese cantado hasta hacerme una con la noche, hasta deshacerme desnuda en la entrada del templo.

Un canto que atravieso como un túnel.

Presencias inquietantes,
gestos de figuras que se aparecen vivientes por obra de un lenguaje activo que las alude,
signos que insinúan terrores insolubles.

Una vibración de los cimientos, un trepidar de los fundamentos, drenan y barrenean,
y he sabido dónde se aposenta aquello tan otro que es yo, que espera que me calle para tomar posesión de mí y drenar y barrenar los cimientos, los fundamentos,
aquello que me es adverso desde mí, conspira, toma posesión de mi terreno baldío,
no,
he de hacer algo,
no,
no he de hacer nada,

algo en mí no se abandona a la cascada de cenizas que me arrasa dentro de mí con ella que es yo, conmigo que soy ella y que soy yo, indeciblemente distinta de ella.

En el silencio mismo (en el mismo silencio) tragar noche, una noche inmensa inmersa en el sigilo de los pasos perdidos.

No puedo hablar para nada decir. Por eso nos perdemos, yo y el poema, en la tentativa inútil de transcribir relaciones ardientes.

¿A dónde la conduce esta escritura? A lo negro, a lo estéril, a lo fragmentado.

Las muñecas desventradas por mis antiguas manos de muñeca, la desilusión al encontrar pura estopa (pura estepa tu memoria): el padre, que tuvo que ser Tiresias, flota en el río. Pero tú, ¿por qué te dejaste asesinar escuchando cuentos de álamos nevados?

Yo quería que mis dedos de muñeca penetraran las teclas. Yo no quería rozar, como una araña, el teclado. Yo quería hundirme, clavarme, fijarme, petrificarme. Yo quería entrar en el teclado para entrar adentro de la música para tener una patria. Pero la música se movía, se apresuraba. Sólo cuando un refrán reincidía, alentaba en mí la esperanza de que se estableciera algo parecido a una estación de trenes, quiero decir: un punto de partida firme y seguro; un lugar desde el cual partir, desde el lugar, hacia el lugar, en unión y fusión con el lugar. Pero el refrán era demasiado breve, de modo que yo no podía fundar una estación pues no contaba más que con un tren algo salido de los rieles que se contorsionaba y se distorsionaba. Entonces abandoné la música y sus traiciones porque la música estaba más arriba o más abajo, pero no en el centro, en el lugar de la fusión y del encuentro. (Tú que fuiste mi única patria ¿en dónde buscarte? Tal vez en este poema que voy escribiendo.)

Una noche en el circo recobré un lenguaje perdido en el momento que los jinetes con antorchas en la mano galopaban en ronda feroz sobre corceles negros. Ni en mis sueños de dicha existiría un coro de ángeles que suministre algo semejante a los sonidos calientes para mi corazón de los cascos contra las arenas.

(Y me dijo: Escribe; porque estas palabras son fieles y verdaderas.)

(Es un hombre o una piedra o un árbol el que va a comenzar el canto…)

Y era un estremecimientos suave trepidante (lo digo para aleccionar a la que extravió en mí su musicalidad y trepida con más disonancia que un caballo azuzado por una antorcha en las arenas de un país extranjero).

Estaba abrazada al suelo, diciendo un nombre. Creía que me había muerto y que la muerte era decir un nombre sin cesar.

No esto, tal vez, lo que quiero decir. Este decir y decirse no es grato. No puedo hablar con mi voz sino con mis voces. También este poema es posible que sea una trampa, un escenario más.

Cuando el barco alternó su ritmo y vaciló en el agua violenta, me erguí como la amazona que domina solamente con sus ojos azules al caballo que se encabrita (¿o fue con sus ojos azules?). El agua verde en mi cara, de beber de ti hasta que la noche se abra. Nadie puede salvarme pues soy invisible aun para mí que me llamo con tu voz. ¿En dónde estoy? Estoy en un jardín.

Hay un jardín.


Alejandra Pizarnik

Siempre Alejandra...

Cold in Hand Blues

y qué es lo que vas a decir
voy a decir solamente algo
y qué es lo que vas a hacer
voy a ocultarme en el lenguaje
y por qué
tengo miedo

martes, 25 de noviembre de 2014

Abrir un libro como un paquete de chocolate


"Mi conducta de lector, tanto en mi juventud como en la actualidad, es profundamente humilde. Es decir, te va a parecer quizá ingenuo y tonto, pero cuando yo abro un libro lo abro como puedo abrir un paquete de chocolate, o entrar en el cine, o llegar por primera vez a la cama de una mujer que deseo; es decir, es una sensación de esperanza, de felicidad anticipada, de que todo va a ser bello, de que todo va a ser hermoso (...) Pero para volver a lo mío, mi actitud es una actitud ingenua y me alegro profundamente de eso. Me alegro de que cuando abro un libro lo abro como una especie de premonición de goce, de que todo va a estar muy bien. Y claro, si las cosas no salen así, bueno, abandono el libro o lo termino con una cierta decepción. Pero no importa, en ese sentido soy un gran cronopio... ¿te acuerdas aquello de que los cronopios cuando viajan, aunque todo les salga mal siempre están convencidos de que todo está bien y que la ciudad es muy linda, y que a todo el mundo le sucede lo mismo y que ellos no son ninguna excepción? Bueno, a mí me pasa lo mismo leyendo..."


Julio Cortázar
Entrevista realizada por Sara Castro-Klaren en el verano de 1976, en Saignon, Francia. Publicada en Cuadernos Hispanoamericanos, ns. 364-366, octubre-diciembre, 1980, Madrid