miércoles, 15 de noviembre de 2017

La Vacante


Recuerdo la historia como si hubiera sido real. Quizá lo fue. Alguna parte de ella. Probablemente lo sea. Sobre todo para ellos.

Hacía apenas unos meses que había tomado horas en esa escuela. Eran solo dos, de 5° año, por lo que no solía pasar gran cantidad de tiempo en la sala de profesores, o en secretaría. Entraba unos pocos minutos antes de mi clase, los suficientes como para llegar a firmar. Y a nada más. Iba directo al aula. Para llegar antes de que empezaran a jugar a las cartas. Era la primera vez que me costaba permanecer ahí adentro. Pero llegar temprano aumentaba las posibilidades de poder dar unos minutos de clase. Era un barrio difícil. Por lo que los pibes venían con eso adherido en la piel. Y aunque no quisiera, yo tenía lo mismo en la mirada. Y lo sabían. Pocos traían carpeta. Las chicas del fondo eran casi las únicas que escuchaban. El resto, que no eran demasiados, preferían jugar a las cartas. Mientras, se amenazaban (nunca supe si sólo para impresionarme) y disfrutaban por anticipado el golpe en el antebrazo desnudo que le iba a tocar a los perdedores. Podías saber quién había perdido el partido anterior por la piel enrojecida entre los tatuajes.

Mientras el juego seguía (intenté detenerlo ingenuamente las primeras clases, pero para esa altura ya estaba resignada) yo hacía lo que podía. Que era casi nada. La preceptora sólo aparecía para proferir algunas amenazas e insultos. No muy distintos de los que había pronunciado cuando intenté conversar qué pasaba con el curso, buscando, de nuevo con ingenuidad, ayudar. A la directora sólo la ví una tarde que llegué temprano para dejar unos papeles. Hacía poco que estaba en la escuela. Estaba encerrada con la secretaria y la que parecía ser la inspectora discutiendo sobre una vacante. En la secretaría sólo había lugar para mí, y para el pibe que esperaba la vacante. Se parecía a uno de mis alumnos. Aunque con unos años más. Leo de reojo en la planilla, y el nombre de Brian Villalba comprueba el vínculo familiar sospechado. Luego de unos minutos, se acerca la supuesta inspectora y le confirma al pibe que no hay más vacantes, y que no encontraron manera de hacerle lugar. Le sugieren dos escuelas cercanas.
- Ya fui a las dos. Parece que no hay vacante en ningún lado, responde irónico y con zorna.
- A mí no me faltés el respeto! Y sacate la gorra para empezar, se indigna la mujer, que no puede ocultar el desprecio.
- Yo no le falté el respeto a nadie. Acá la que me falta el respeto a mí es usted. Se cree que soy tan boludo de no darme cuenta de que en el curso de mi hermano son re pocos, mire si no va a haber vacantes. La secretaria me había dicho que hoy me la confirmaban además.
- ¿Eso que tiene que ver?, intenta una defensa la inspectora.- ¿Vos sabés cuántos están inscriptos aunque no vengan todos los días? No podemos hacer excepciones. Sería injusto con otros chicos que están en lista de espera.
- ¡¿Qué lista de espera si a esta escuela no viene nadie?!, sincera Brian en un tono que sólo iba a poner peor a la contraparte.
- ¡Te dije que no me faltes el respeto, mocoso! Se terminó. No hay vacantes, le digo a la secretaria que te anote en la lista de espera y cualquier cosa te llamamos.
Brian da un golpe seco con el puño en el escritorio mientras chasquea la lengua, se da vuelta con bronca y sale de la escuela diciendo en voz muy alta que va a ir a hablar con la inspectora y que ya van a ver el quilombo que les va a hacer. No sabe que la tiene delante. Y que es ella la que le puso reparos a la directora y a la secretaria de la escuela cuando le consultaron cómo proceder.
Cuando Brian ya está afuera me mira y dice, no se si a mí, o a ella misma,
- Imaginate el quilombo que va a hacer si le damos la vacante. Estuvo en cana hasta la semana pasada y ahora se le ocurre terminar la escuela. Yo lo conozco a este. No sabés lo que es la familia... puede hacer cualquier cosa, y yo no quiero problemas en el distrito.
- Yo solamente quería dejarle la ficha y los títulos a la secretaria, apuré para obviar el comentario, y me fui.
Ese día entendí muchas de las cosas que pasan en el aula.

Pero entender no alcanzaba para hacer algo distinto. Y las semanas siguieron transcurriendo igual, conmigo padeciendo esas dos horas semanales, y con ellos padeciendo lo mismo todos los días. Marginados, despreciados, evitados. Me costaba entender por qué estaban en la escuela. Y creo que a ellos también. Aunque pensaba en Brian que quería volver, y tenía sentido. Un par de veces conversamos. Parecían buenos pibes. Vivían entre tranzas, aguantaderos y proxenetas. Y aunque no me lo dijeran porque habían aprendido a no confiar en nadie, casi todos afanaban. Era la única forma de sobrevivir en el barrio. Las zapatillas y las cadenitas hablaban por ellos: el que trabajaba para el tranza no tenía que decirlo, pero lo mostraba. Era difícil quererlos. Buscaban lo contrario cada clase. Y yo buscaba evitar esa actitud que siempre había despreciado de otros profesores. Pero muchas veces se imponía. Y terminaba odiándolos a ellos y odiándome a mí. Y esperando, cada semana, que tocara el timbre para escapar. Ellos esperaban lo mismo. Pero todos los días.

Una mañana entro sin ganas. Me había retrasado varios minutos y sabía que eso significaba una clase entera perdida. Una vez que arrancaba el juego de cartas era imposible de detener. El viernes anterior no había habido clases por falta de agua, pormenor que se volvía cada día más cotidiano en las escuelas del conurbano. Pero de eso ningún funcionario se acuerda cuando lloran lágrimas de cocodrilo porque se pierden días de clase “por los paros”. Yo perdía de esa manera un día a la semana entre las 6 escuelas a las que iba. Por falta de agua. O de luz. Eso a nadie le importaba. Noté que Maxi, el hermano de Brian, no estaba. Cuando les pregunté por qué había faltado -era raro en él, no hacía demasiado pero venía todos los días a la escuela- entre las varias voces con diferentes versiones distinguí que no venía desde el lunes porque el hermano había desaparecido.
-¿Cómo desaparecido?-, pregunté sorprendida a medias.
-No sabemos profe, el fin de semana salió con los amigos y nunca volvió a la casa, ni avisó dónde estaba. La madre tiene miedo porque él afanaba profe, recién sale de la cárcel, y nunca desapareció así tanto tiempo.
-¿Pero hicieron la denuncia?- dije con una ingenuidad que desapareció en cuanto me escuché.
-¡Que van a hacer la denuncia si los ratis de acá se la tenían jurada al Brian! Capaz hasta la hicieron algo ellos... ¿vió lo que pasó con este pibe Luciano Arruga?
El tiempo se pasó rápido esta vez, charlando sobre el caso de Luciano, sobre cómo los trata la policía en el barrio, sobre cómo “se rescatan” ellos solos y sólo se tienen entre ellos y a sus familias.

Me fui del aula angustiada. Esas cosas que una sabe de ellos se vuelven más duras cuando se las escuchás, cuando no podés hacer nada para ayudar. Y tenés que volver a la semana siguiente, y seguir dando clases, y cerrar notas. Recordé la escena en la secretaría. Pero no entendí la relación. Fui a hablar con la secretaria para preguntar si sabía algo y contarle lo que había pasado en el aula. Nos lamentamos juntas de la suerte de los pibes. Me contó que el lunes habían llamado a la casa a avisar que estaba la vacante para Brian, y que la madre les contó llorando que no aparecía desde el viernes. La tranquilizó, eran chicos, seguro pasó el fin de semana con los amigos y perdió el celular. Tal vez la secretaria entendió la relación, y por eso se animó a contarme la discusión con la inspectora. Estaba con culpa porque tendrían que haberle dado la vacante a Brian sin decirle nada a ninguna autoridad, pero la directora era nueva y no sabía cómo actuar con casos así. Me contó que lo conocían a Brian del barrio, que era un “pibe pesado” pero que había cambiado mucho porque no quería volver a caer en cana. Maxi y Brian vivían solos con la madre, que trabajaba todo el día limpiando casas. El padre tenía una condena a perpetua por robo y homicidio. Y cuando cayó Brian, la madre se deprimió. Dejó de trabajar, no salía de la casa más que para ir a visitar a su hijo. Tenía miedo por él. No quería que terminara como el padre. Maxi laburaba para bancar a los dos. Era chocante todo lo que uno no sabía sobre ellos. Era admirable que Maxi nunca hubiera dejado la escuela, que Brian quisiera volver.

No volví hasta el viernes siguiente. Llegué temprano, para ver cómo seguía todo, sin demasiado optimismo. El aula estaba vacía y no había nadie en secretaría. Busqué a la preceptora preocupada, porque en los cursos que quedaban sí había clases. Yo tenía las últimas dos horas de los viernes, por lo que era difícil encontrar gente en la escuela. Pero los pibes venían, aunque sea algunos. Crucé a la preceptora en un pasillo. Estaba seria, preocupada.
-¿No se enteró profe?-, me dijo con cierta angustia.
-¿Qué pasó? ¿Por qué no vinieron los chicos?-, respondí alarmada, mientras me odiaba por no estar en ningún grupo de whatsapp de la escuela.

-Brian, el hermano de Maxi. Villalba. Lo encontraron ayer en el descampado de atrás de los monoblocks. Se mató, profe. Se pegó un tiro en la cabeza-, susurró con los ojos llenos de lágrimas, y me abrazó. 

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La vacante fue publicado en Antología Rama Negra: “Nuestros cuentos”, una selección de autores juninenses llevada a cabo por la editorial Rama Negra, que reúne 21 cuentos de diferentes temáticas. Más información acá.

1 comentario:

  1. ¡ Muy lindo tu cuento, Leti ! Muy buena narración de una realidad espantosa de la que, lamentablemente, es muy difícil salir

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