miércoles, 26 de agosto de 2015

Tiempoeterno


De chica, cuando una se acercaba a los 9 o 10 años, lo que te convertía en "grande" era tener reloj. Recuerdo la ansiedad, el deseo de poder llevar en la muñeca el paso del tiempo estampado en colores y malla de goma. Y el orgullo con el que alzabas la vista en la calle después de mirar la hora por tercera vez en la misma cuadra. Cuando reemplazabas los números grandes de la versión digital por las agujas, era la etapa superior. Como si supiéramos, ya en aquel momento, que llevar el tiempo con una era la definición exacta del fin de la niñez. Como si sintiéramos en la piel de la muñeca con el tiempo pegado que éramos parte de millones de hombres y mujeres que habían abrazado o padecido el paso del tiempo de la misma forma en que lo íbamos a empezar a hacer nosotros desde ese principio del fin de la infancia.

Hoy tengo 32 años, y después de casi 20, vuelvo a llevar reloj. Lo llamativo es como cambia, en todo ese proceso que lleva el nombre de crecer -aunque no siempre el sentido de la flecha del paso del tiempo acompañe el de nuestra madurez- nuestra percepción de su transcurrir, la forma de aferrarnos a los minutos, el modo en que los días se empiezan a hacer más largos cada año mientras la vida se pasa tan rápido y los meses se amontonan uno encima de otro y los años se aplastan y se aprietan y los recuerdos se empiezan a editorializar en etapas, en instituciones, en amores y en casas.

El tiempo que transcurrió durante los primeros 10 años de mi vida, a la inversa, tenía lo eterno en cada día repleto de horas, de juegos, de veredas y de libros, y lo fugaz de un abrir y cerrar de los ojos de la niña que fui al intento de mujer adulta que soy.

El tiempo que sigue transcurriendo encierra la eternidad en su propio ser. De la misma forma que encierra el final de las cosas.

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