martes, 24 de junio de 2014

Muy cerca de la perfección. Parte 2

Era la primera vez que sentía sus manos sobre mi cuerpo. Había construido en mi cabeza tantas veces ese momento que ahora que sucedía, me parecía completamente irreal. Tal vez eran las drogas, tal vez la situación, pero aunque estábamos rodeadas de gente, en el momento en que nuestros labios se encontraron desapareció todo lo que había a nuestro alrededor. Ni Eva, ni Pedro, ni Tomás estaban ahí, pero estaban, y el hecho de estar cogiendo todos juntos, hacía mi encuentro con Ana mucho más excitante. Y había sido ella la que me había seguido. Esta vez, después de tantos momentos de intimidad compartidos, que sólo quedaban en palabras y complicidades, Ana se había decidido a seguirme. Aunque fuera sólo por esa noche, sólo por ese momento, todo el resto había valido la pena. Nos miramos como si fuera la primera vez que nos conocíamos y bastó un gesto para entendernos: necesitábamos un momento solas, para descubrirnos en otra intimidad, que habíamos ansiado en secreto todos estos meses viviendo juntas, y que Ana recién se disponía a asumir. Me agarró la mano y esta vez fui yo la que la siguió hasta el baño. Desde que se había despertado, Ana no se había fijado en nada más, ni siquiera había notado que nuestra fiesta se había ampliado, con la incorporación del pelado experto en masturbación y el morocho de pectorales marcados que seguían haciendo gemir a Be de un modo bastante peculiar. Nos encerramos en el baño y frente al espejo, que tuvimos la suerte de que era enorme, recorrimos cada rincón del cuerpo de la otra. Chupé los pequeños pechos de Ana, di mordiscos a sus pezones y sentí como se le endurecían mientras un escalofrío le recorría el cuerpo, que se erizó completo. La recorrí con mis manos, hurgué con mis dedos entre sus nalgas, sentí los pliegos de la piel de su concha humedecerse más ante cada caricia. La curva de su cintura era bellísima también al tacto, y sus piernas se hicieron interminables entre mis dedos. ¡Que placer sentí sólo cuando me rozó con la punta de sus dedos, cuando me hizo el amor en las manos, sólo con sus dedos! El resto fue la mejor experiencia sexual de mi vida, mejor que la que habíamos dejado en el cuarto contiguo, mejor que todas las que no pudimos tener después.
Nos dimos una ducha y mientras nos secábamos, Ana quiso mirar por la cerradura cómo seguía todo sin nosotras, podía tener su encanto ver una fiesta de la que fuimos parte, pero esta vez como testigos ocultas, como cuando fisgoneamos de chicas en los cuartos ajenos, para entender que era todo eso del sexo, sin que nadie nos viera.
Yo la tocaba mientras ella miraba por el ojo de la cerradura. De repente siento que agarra mi antebrazo con mucha fuerza, para que pare. Parecía como si hubiera visto un fantasma: la cara se le puso pálida de golpe, se le desfiguró. Toda Ana se puso oscura, tenía la mirada perdida y la boca que antes sonreía húmeda y carnosa, ahora era una línea dura, apretada, casi blanca. No escuchó ninguno de mis llamados, ni cuando le pregunté qué pasaba, la tomé de los brazos para que me mire pero se soltó, salió casi corriendo del baño cerrando la puerta detrás suyo, conmigo adentro.
Cuando salí del baño atrás de ella ya tenía el cuchillo dentro del vientre del morocho de los pectorales, que sangraba a chorros en el piso, mientras Ana sacaba el cuchillo lentamente y volvía a clavarlo con rabia, mirándolo a los ojos. No escuchó mis gritos, ni los de Be, que intentaba separarla de cuerpo ya casi sin vida del hombre, que nunca habló, que tampoco le sacaba los ojos de encima a ella. De fondo, seguía sonando Miles Davis.

sábado, 21 de junio de 2014

LA PURA VERDAD

Paco Urondo

Si ustedes lo permiten,
prefiero seguir viviendo.
Después de todo y de pensarlo bien, no tengo
motivos para quejarme o protestar:
siempre he vivido en la gloria: nada
importante me ha faltado.
Es cierto que nunca quise imposibles; enamorado
de las cosas de este mundo con inconsciencia y dolor
y miedo y apremio.
Muy de cerca he conocido la imperdonable alegría; tuve
sueños espantosos y buenos amores, ligeros y culpables.
Me avergüenza verme cubierto de pretensiones; una gallina torpe,
melancólica, débil, poco interesante,
un abanico de plumas que el viento desprecia,
caminito que el tiempo ha borrado.
Los impulsos mordieron mi juventud y ahora, sin
darme cuenta, voy iniciando
una madurez equilibrada, capaz de enloquecer a
cualquiera o aburrir de golpe.
Mis errores han sido olvidados definitivamente; mi
memoria ha muerto y se queja
con otros dioses varados en el sueño y los malos sentimientos.
El perecedero, el sucio, el futuro, supo acobardarme,
pero lo he derrotado
para siempre; sé que futuro y memoria se vengarán algún día.
Pasaré desapercibido, con falsa humildad, como la
Cenicienta, aunque algunos
me recuerden con cariño o descubran mi zapatito
y también vayan muriendo.
No descarto la posibilidad
de la fama y del dinero; las bajas pasiones y la inclemencia.
La crueldad no me asusta y siempre viví deslumbrado
por el puro alcohol, el libro bien escrito, la carne perfecta.
Suelo confiar en mis fuerzas y en mi salud
y en mi destino y en la buena suerte:
sé que llegaré a ver la revolución, el salto temido
y acariciado, golpeando a la puerta de nuestra desidia.
Estoy seguro de llegar a vivir en el corazón de una palabra;
compartir este calor, esta fatalidad que quieta no
sirve y se corrompe.
Puedo hablar y escuchar la luz
y el color de la piel amada y enemiga y cercana.
Tocar el sueño y la impureza,
nacer con cada temblor gastado en la huida
Tropiezos heridos de muerte
esperanza y dolor y cansancio y ganas.
Estar hablando, sostener
esta victoria, este puño; saludar, despedirme
Sin jactancias puedo decir
que la vida es lo mejor que conozco.

jueves, 19 de junio de 2014

Aprendizaje



Contradictoriamente el que parecía el trabajo más simple es el que más me cuesta llevar adelante. Fui pateando la autobiografía junto con las semanas, quién sabe por qué.

Durante algún tiempo creí que eso de escribir no se aprendía, que era sólo producto de una inspiración y una capacidad casi mágica de escribir bien. Cosa que además, nunca consideré que podía hacer. De chica escribía cuentos: me gustaban los policiales, tal vez por la influencia de Poe, y uno de los primeros recuerdos que tengo asociados a algo escrito por mí, fue cuando el profesor de Literatura de 8°, me dijo que por qué no me dedicaba a eso. Hay que admitir que en ese momento me hinché de orgullo por el comentario y por el cuento que había escrito, que tendría que buscar en la próxima visita a la casa de mi padre; pero nunca creí viable lo de "dedicarme a eso".

Sí me dediqué a leer, apasionadamente, y me sentí mucho mejor cuando me enteré que Borges siempre pensó de sí mismo que era mucho mejor como lector que como escritor. Fue suyo el primer libro "de grandes" al que me acerqué. Debía tener 11 o 12 años cuando encontré una edición del '68 (¡que año!) de Ficciones, que todavía tengo, revolviendo entre unos libros viejos en la casa de mis tías. A partir de ahí encontré la forma de sobrellevar mi adolescencia y la adolescencia del mundo a mi alrededor, que detestaba. Lo leí completo, pero recuerdo que no entendí nada, o entendí que no iba a ser fácil entrar a Tlön. Me culpé a mí misma por eso, me exigí volver a leerlo cuando pudiera apreciarlo, y me invadió una profunda frustración, la primera de mi vida. Pero causó una impresión tan profunda, que a esos cuentos debo no sólo mi amor por la literatura sino el interés por la física cuántica, los universos paralelos y las discusiones sobre el tiempo. No sé si ese mismo verano, o al siguiente, me encontré con El libro de arena, lo agarré con miedo, con respeto, y cuando terminé el primer cuento, El Otro, y entendí, algo pero entendí, me reconcilié con Borges, quien se convertiría en uno de mis escritores preferidos. Todavía recuerdo nítidamente el impacto que me causó el recurso de encontrarse con uno mismo en el pasado y en el futuro. Unos años después nos tocó leerlo en el colegio y descubrí que siempre se puede aprender y entender más con cada lectura, que cada cuento de Borges tiene infinitas lecturas.

El otro gran escritor que devoré esos años de mi adolescencia fue Cortázar. Fue distinta mi relación con él, a Borges lo fui leyendo de a poco, respetuosamente, me llevó varios años, y todavía no termino. En cambio a Julio me le avalancé con todas las hormonas de mi adolescencia encima. Fue amor a primera vista con Ómnibus: terminé el cuento y no podía creer como esas pocas páginas podían impactar tanto, y dejarme pensando horas y días sobre el cuento, sobre qué representaban las flores, sobre lo identificada con Clara que me había sentido: una adolescente que pasaba cada sábado leyendo en su casa mientras sus amigas, todas menos una, iban a bailar. A los pocos días me compré la edición de Alfaguara de los Cuentos Completos, que leí sin parar uno atrás de otro. Y que sigo leyendo cuando necesito despejarme y volver a sentir ese placer particular que me produce leer los cuentos de Cortázar. Casi tanto como Rayuela y sus divagaciones, casi tanto como pasear por París con la Maga y Horacio, o como encontrar en sus páginas las palabras perfectas para decirle a alguien lo que le quiero explicar sobre el amor, sobre la amistad, sobre el puente que no se sostiene de un solo lado.

Hablar de literatura, tal vez por la propia Rayuela, siempre me lleva a hablar de París, de una París que conozco por los libros y los sueños, y que aún no tuve el placer de conocer por mi propia experiencia: una cuenta pendiente que por ahora compenso con Hemingway (que en estos días también me está transportando a España y a la guerra civil con Por quién doblan las campanas, y dejé suspendidos en el tiempo a Robert Jordan, María, Pilar y sus milicianos a punto de volar el puente para hacer este trabajo), Miller y Simone de Beauvoir y Los Mandarines.

De esa época también recuerdo a Dostoievski, a la edición de Crimen y Castigo de la Nación, que junto con la colección de Clarin, puso sobre mi horizonte el mundo de los clásicos de la literatura universal, al que no hubiera accedido tan pronto de no ser por ellas. ¡Como me costó pero como disfruté leer a Dostoievski! Junto con él vinieron Tolstoi, Goethe, Dante y Shakespeare. El teatro de Shakespeare rompió todos mis prejuicios con ese género, y también devoré -ya en los últimos años de secundaria y el primero de la facultad- muchas de sus obras, que me parecieron sorprendentemente contemporáneas. ¡Que agradable sorpresa fue encontrarlas citadas en los libros de Marx!, en los que estaba incursionando mientras descubría la otra gran pasión y el motor de mi vida que es la militancia revolucionaria.

Me pasaba que me agarraban enamoramientos con algunos escritores, los leía casi hasta agotarlos, y me invadía después la desilusión de no volver a leer nada nuevo de semejantes plumas. Tenemos la suerte de que ha creado tanto la humanidad, que es inagotable la fuente de lo que uno puede leer en los pocos años que tiene de vida.
Hay un salto entre estos primeros años y mis lecturas actuales, un paréntesis dedicado mayoritariamente a la política, que me hizo disfrutar de otro tipo de escritores, entre los que también encontré la belleza de la literatura y las obras bien escritas como Marx, Engels, Lenin y Trotsky. El Museo de la revolución de Martín Kohan, a la inversa que con Marx y Shakespeare, me fascinó por la forma brillante de hacer literatura de ficción con obras políticas reales de los propios Marx y Engels, Lenin y Trotsky. Durante esos años escribí más, pero textos menos literarios. Y durante esos años también fui descubriendo que a escribir se aprende, y fui ensayando sobre géneros a los que nunca pensé que podía siquiera intentar acercarme como la poesía. Y ahí me pasó a la inversa, y cuando empecé este taller y llegué a mi primer clase y tuve que "ahí y ahora" ensayar unas líneas a modo de relato, me pareció una tortura. Pero le tomé el gusto y aprendí que se aprende.

Empecé a escribir poesía enamorada de una mujer que escribe poesía, y se abrió ante mí otro mundo donde las autoras más significativas fueron Glauce Baldovin, al encontrar su Libro de la soledad en el momento en que más lo necesitaba, y Alejandra Pizarnik, por su propia grandeza, por esa forma de encontrar las palabras, de jugar con las palabras, de hurgar en lo más profundo del universo femenino. Vuelvo a su Poesía completa siempre que siento la angustia que sentí cuando llegó a mis manos por primera vez.

No puedo no mencionar a Bukowski, a quien también descubrí de grande y con quién también tuve uno de mis enamoramientos, si es que esa palabra es aplicable a algo que tenga que ver con el viejo. Fue una época más oscura de mis descubrimientos literarios, la misma de Houellebecq y de Auster, de quienes leí también todo, como hambrienta del placer de meterme en sus historias, en sus personajes y en su oscuridad. Todavía lamento no haber podido ver a Paul Auster cuando vino, a pesar de la cola en la Rural, a pesar de estar cursando en la UNSAM que lo trajo, a pesar de haberlo esperado durante meses. Las partículas elementales de Houellebecq y Un hombre en la oscuridad de Auster fueron la vía meterme en el mundo de cada uno de esos dos autores, de los pocos de los que puedo disfrutar ir a comprar su próxima novela apenas está disponible en las librerías. Algo que me hubiera gustado haber podido experimentar con Borges y Cortázar.

Last but not least, hay dos libros que son de esos que me compro, o que tengo en mi biblioteca y siempre empiezo a leer y dejo sin terminar, pero pendientes para un mejor momento de poder adentrarme en ellos. Y en los que pensé cuando leí las Apostillas de Eco a El nombre de la rosa y las primeras páginas que explica que hay que atravesar para poder entrar en el monasterio, que no puede atravesar cualquier lector, y que te transforman en un lector específico de una obra específica. Uno es La conjura de los necios de John Kennedy Toole: cuando logré entrar, superar el escollo de las primeras 40 páginas, encontrarle el encanto al despreciado Ignatius y el sentido a una novela que parece no decir nada, no quería que terminara nunca. Me pasó lo mismo, pero al revés con El Pasado de Alan Pauls. Tuve el coraje de volver a agarrarla hace sólo unos meses, después de haberla tenido años en mi biblioteca. Nunca ninguna novela me produjo lo que me produjo esta, que me atrapó en su mundo, que siempre toca el propio, me sacudió, me oscureció, me hizo sentir a Sofía, a Rímini, comprenderlos, despreciarlos, reconocerse a uno mismo y a sus propias miserias en el reflejo de unos personajes perfectamente construidos, destruirse y volverse a construir. Al revés que con La conjura quería que terminara, necesitaba que terminara para poder salir del pozo en el que me había caído junto con Rímini, junto con Sofía. Nunca me pasó de terminar una novela y sentirme mucho mejor a la otra mañana, sin explicación aparente, más que la del duelo con mi propio pasado terminado.

Muy cerca de la perfección. Parte 1


Parecía que mis sentidos estaban trastocados, tenía la boca muy seca, no podía abrir los ojos de lo pesados que sentía mis párpados, y me acordé de cuando era chica y unos minutos antes de levantarme para ir a la escuela tenía esa especie de pesadilla en la que salía de casa despierta pero sin poder despegar los ojos, y hacía un esfuerzo terrible para abrirlos y mantenerlos así mientras manejaba mi bicicleta hasta el colegio. Escuché unos gemidos de hombre, luego unas risas de mujer, de varias mujeres y algunos pasos y golpes bastante a lo lejos.  La risa sensual de Be se me hizo tan familiar y no pude más que volver a sonreir y obligarme a abrir los ojos, empecé a recordar en parte dónde estaba, cómo había terminado ahí. Para poder volver a todo el asunto. Sentí el suelo duro y frío que la manta violeta, de una especie de terciopelo suave sobre la que dormía, ya no podía disimular. El espejo con la P y la R grabadas estaba en el piso, con algunas líneas que quedaban armadas, al lado varias botellas de champagne tiradas, dos Johnnie Walker etiqueta negra vacíos y uno roja al que todavía le quedaba un poco y entendí por qué el dolor de cabeza. El piso, tal vez por efecto de todas las drogas que había tomado, se veía muy brillante, con las vetas de la madera más oscuras que resaltaban tanto. El equipo de música que estaba en el piso ya no sonaba, pero me di cuenta de que estaba prendido por la luz verde del botón.

La cabeza me latía como si tuviera clavados pequeños alfileres que alguien me presionaba todos juntos una y otra vez. Me levanté para tomar una línea y un trago de agua natural, casi tibia, de una botella de plástico algo abollada que tenía al lado mío y vi a Be que seguía cogiendo, esta vez con dos tipos que no recordaba haber visto antes: un pelado enorme, con sus buenos kilos, bañado en sudor, que parecía un experto en masturbación femenina, a juzgar por el movimiento de sus dedos y por la cara de placer Be, que agarrada del respaldo de la cama con una mano y de la mesa de luz con la otra, miraba por el espejo que cubría toda la pared del cuarto, como un morocho de brazos enormes y pectorales marcados la cogía desde atrás mientras el pelado le tocaba la concha con una dedicación que yo nunca había visto. En la cama Ana dormía: tenía la cabeza apoyada en un brazo, el otro extendido con la palma hacia arriba y el sol que entraba por la ventana le daba todavía más brillo a esos rulos casi negros que tanto me gustaban. Tenía un culo perfecto Ana y las piernas más largas que vi en mi corta experiencia con las mujeres, con la luz encima se veía todavía mejor, con los contornos de su cuerpo dorado que contrastaban con la pared blanca, con las sábanas blancas. Noté que había un cuadro colgando sobre la cama, que parecía puesto a medida del color tostado de su piel: una mujer de pelo rojizo, recostada como de costado, con una de sus piernas que ocupaba la mitad del retrato, una mano sobre un pecho y el otro descubierto, de pezones rosados. Parecía masturbarse con los ojos cerrados de placer, y un halo de partículas doradas que parecía salir de su sexo le atravesaba la mitad del cuerpo. 

Enseguida me volví a calentar, bastaba sólo con mirar a mi alrededor para mojarme, pero también me acordé como había empezado la noche, y la merca me empezaba a hacer efecto. El dolor de cabeza desaparecía y se empezaba a transformar en una sensación de alegría y excitación.  Saqué la vista un poco de mi amiga y hacia el otro lado vi caras y cuerpos conocidos: vi la pija de Pedro medio dormida, colgando mientras tomaba cocaína del escritorio negro que habíamos usado para coger hacía unas horas, y las manos cuadradas y ásperas de Tomás que intentaban hacerla volver a su acostumbrado esplendor, sin demasiado éxito. Eva miraba y sonreía excitada mientras fumaba el último porro que quedaba. Tomás, que tenía una erección enorme, a pesar de todo lo que había tomado, que se notaba en su cara y sus movimientos, también la miraba a Eva. Fijó la miraba, y no le sacaba sus ojos verdes de encima mientras la pija de Pedro empezaba a ponerse dura. Se ve que notaron que me levanté, se ve que olieron mi calentura, y me hicieron una seña -Eva con la mano, Tomás con los ojos- casi a la vez para que me sumara. Agarré lo que quedaba de whisky y me acerqué justo cuando Ana se despertaba, subía el volumen y me seguía mientras sonaba Miles Davis y todo se acercaba a la perfección.