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miércoles, 15 de noviembre de 2017

La Vacante


Recuerdo la historia como si hubiera sido real. Quizá lo fue. Alguna parte de ella. Probablemente lo sea. Sobre todo para ellos.

Hacía apenas unos meses que había tomado horas en esa escuela. Eran solo dos, de 5° año, por lo que no solía pasar gran cantidad de tiempo en la sala de profesores, o en secretaría. Entraba unos pocos minutos antes de mi clase, los suficientes como para llegar a firmar. Y a nada más. Iba directo al aula. Para llegar antes de que empezaran a jugar a las cartas. Era la primera vez que me costaba permanecer ahí adentro. Pero llegar temprano aumentaba las posibilidades de poder dar unos minutos de clase. Era un barrio difícil. Por lo que los pibes venían con eso adherido en la piel. Y aunque no quisiera, yo tenía lo mismo en la mirada. Y lo sabían. Pocos traían carpeta. Las chicas del fondo eran casi las únicas que escuchaban. El resto, que no eran demasiados, preferían jugar a las cartas. Mientras, se amenazaban (nunca supe si sólo para impresionarme) y disfrutaban por anticipado el golpe en el antebrazo desnudo que le iba a tocar a los perdedores. Podías saber quién había perdido el partido anterior por la piel enrojecida entre los tatuajes.

Mientras el juego seguía (intenté detenerlo ingenuamente las primeras clases, pero para esa altura ya estaba resignada) yo hacía lo que podía. Que era casi nada. La preceptora sólo aparecía para proferir algunas amenazas e insultos. No muy distintos de los que había pronunciado cuando intenté conversar qué pasaba con el curso, buscando, de nuevo con ingenuidad, ayudar. A la directora sólo la ví una tarde que llegué temprano para dejar unos papeles. Hacía poco que estaba en la escuela. Estaba encerrada con la secretaria y la que parecía ser la inspectora discutiendo sobre una vacante. En la secretaría sólo había lugar para mí, y para el pibe que esperaba la vacante. Se parecía a uno de mis alumnos. Aunque con unos años más. Leo de reojo en la planilla, y el nombre de Brian Villalba comprueba el vínculo familiar sospechado. Luego de unos minutos, se acerca la supuesta inspectora y le confirma al pibe que no hay más vacantes, y que no encontraron manera de hacerle lugar. Le sugieren dos escuelas cercanas.
- Ya fui a las dos. Parece que no hay vacante en ningún lado, responde irónico y con zorna.
- A mí no me faltés el respeto! Y sacate la gorra para empezar, se indigna la mujer, que no puede ocultar el desprecio.
- Yo no le falté el respeto a nadie. Acá la que me falta el respeto a mí es usted. Se cree que soy tan boludo de no darme cuenta de que en el curso de mi hermano son re pocos, mire si no va a haber vacantes. La secretaria me había dicho que hoy me la confirmaban además.
- ¿Eso que tiene que ver?, intenta una defensa la inspectora.- ¿Vos sabés cuántos están inscriptos aunque no vengan todos los días? No podemos hacer excepciones. Sería injusto con otros chicos que están en lista de espera.
- ¡¿Qué lista de espera si a esta escuela no viene nadie?!, sincera Brian en un tono que sólo iba a poner peor a la contraparte.
- ¡Te dije que no me faltes el respeto, mocoso! Se terminó. No hay vacantes, le digo a la secretaria que te anote en la lista de espera y cualquier cosa te llamamos.
Brian da un golpe seco con el puño en el escritorio mientras chasquea la lengua, se da vuelta con bronca y sale de la escuela diciendo en voz muy alta que va a ir a hablar con la inspectora y que ya van a ver el quilombo que les va a hacer. No sabe que la tiene delante. Y que es ella la que le puso reparos a la directora y a la secretaria de la escuela cuando le consultaron cómo proceder.
Cuando Brian ya está afuera me mira y dice, no se si a mí, o a ella misma,
- Imaginate el quilombo que va a hacer si le damos la vacante. Estuvo en cana hasta la semana pasada y ahora se le ocurre terminar la escuela. Yo lo conozco a este. No sabés lo que es la familia... puede hacer cualquier cosa, y yo no quiero problemas en el distrito.
- Yo solamente quería dejarle la ficha y los títulos a la secretaria, apuré para obviar el comentario, y me fui.
Ese día entendí muchas de las cosas que pasan en el aula.

Pero entender no alcanzaba para hacer algo distinto. Y las semanas siguieron transcurriendo igual, conmigo padeciendo esas dos horas semanales, y con ellos padeciendo lo mismo todos los días. Marginados, despreciados, evitados. Me costaba entender por qué estaban en la escuela. Y creo que a ellos también. Aunque pensaba en Brian que quería volver, y tenía sentido. Un par de veces conversamos. Parecían buenos pibes. Vivían entre tranzas, aguantaderos y proxenetas. Y aunque no me lo dijeran porque habían aprendido a no confiar en nadie, casi todos afanaban. Era la única forma de sobrevivir en el barrio. Las zapatillas y las cadenitas hablaban por ellos: el que trabajaba para el tranza no tenía que decirlo, pero lo mostraba. Era difícil quererlos. Buscaban lo contrario cada clase. Y yo buscaba evitar esa actitud que siempre había despreciado de otros profesores. Pero muchas veces se imponía. Y terminaba odiándolos a ellos y odiándome a mí. Y esperando, cada semana, que tocara el timbre para escapar. Ellos esperaban lo mismo. Pero todos los días.

Una mañana entro sin ganas. Me había retrasado varios minutos y sabía que eso significaba una clase entera perdida. Una vez que arrancaba el juego de cartas era imposible de detener. El viernes anterior no había habido clases por falta de agua, pormenor que se volvía cada día más cotidiano en las escuelas del conurbano. Pero de eso ningún funcionario se acuerda cuando lloran lágrimas de cocodrilo porque se pierden días de clase “por los paros”. Yo perdía de esa manera un día a la semana entre las 6 escuelas a las que iba. Por falta de agua. O de luz. Eso a nadie le importaba. Noté que Maxi, el hermano de Brian, no estaba. Cuando les pregunté por qué había faltado -era raro en él, no hacía demasiado pero venía todos los días a la escuela- entre las varias voces con diferentes versiones distinguí que no venía desde el lunes porque el hermano había desaparecido.
-¿Cómo desaparecido?-, pregunté sorprendida a medias.
-No sabemos profe, el fin de semana salió con los amigos y nunca volvió a la casa, ni avisó dónde estaba. La madre tiene miedo porque él afanaba profe, recién sale de la cárcel, y nunca desapareció así tanto tiempo.
-¿Pero hicieron la denuncia?- dije con una ingenuidad que desapareció en cuanto me escuché.
-¡Que van a hacer la denuncia si los ratis de acá se la tenían jurada al Brian! Capaz hasta la hicieron algo ellos... ¿vió lo que pasó con este pibe Luciano Arruga?
El tiempo se pasó rápido esta vez, charlando sobre el caso de Luciano, sobre cómo los trata la policía en el barrio, sobre cómo “se rescatan” ellos solos y sólo se tienen entre ellos y a sus familias.

Me fui del aula angustiada. Esas cosas que una sabe de ellos se vuelven más duras cuando se las escuchás, cuando no podés hacer nada para ayudar. Y tenés que volver a la semana siguiente, y seguir dando clases, y cerrar notas. Recordé la escena en la secretaría. Pero no entendí la relación. Fui a hablar con la secretaria para preguntar si sabía algo y contarle lo que había pasado en el aula. Nos lamentamos juntas de la suerte de los pibes. Me contó que el lunes habían llamado a la casa a avisar que estaba la vacante para Brian, y que la madre les contó llorando que no aparecía desde el viernes. La tranquilizó, eran chicos, seguro pasó el fin de semana con los amigos y perdió el celular. Tal vez la secretaria entendió la relación, y por eso se animó a contarme la discusión con la inspectora. Estaba con culpa porque tendrían que haberle dado la vacante a Brian sin decirle nada a ninguna autoridad, pero la directora era nueva y no sabía cómo actuar con casos así. Me contó que lo conocían a Brian del barrio, que era un “pibe pesado” pero que había cambiado mucho porque no quería volver a caer en cana. Maxi y Brian vivían solos con la madre, que trabajaba todo el día limpiando casas. El padre tenía una condena a perpetua por robo y homicidio. Y cuando cayó Brian, la madre se deprimió. Dejó de trabajar, no salía de la casa más que para ir a visitar a su hijo. Tenía miedo por él. No quería que terminara como el padre. Maxi laburaba para bancar a los dos. Era chocante todo lo que uno no sabía sobre ellos. Era admirable que Maxi nunca hubiera dejado la escuela, que Brian quisiera volver.

No volví hasta el viernes siguiente. Llegué temprano, para ver cómo seguía todo, sin demasiado optimismo. El aula estaba vacía y no había nadie en secretaría. Busqué a la preceptora preocupada, porque en los cursos que quedaban sí había clases. Yo tenía las últimas dos horas de los viernes, por lo que era difícil encontrar gente en la escuela. Pero los pibes venían, aunque sea algunos. Crucé a la preceptora en un pasillo. Estaba seria, preocupada.
-¿No se enteró profe?-, me dijo con cierta angustia.
-¿Qué pasó? ¿Por qué no vinieron los chicos?-, respondí alarmada, mientras me odiaba por no estar en ningún grupo de whatsapp de la escuela.

-Brian, el hermano de Maxi. Villalba. Lo encontraron ayer en el descampado de atrás de los monoblocks. Se mató, profe. Se pegó un tiro en la cabeza-, susurró con los ojos llenos de lágrimas, y me abrazó. 

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La vacante fue publicado en Antología Rama Negra: “Nuestros cuentos”, una selección de autores juninenses llevada a cabo por la editorial Rama Negra, que reúne 21 cuentos de diferentes temáticas. Más información acá.

jueves, 16 de julio de 2015

Adoraciones

Algo se activaba cuando un nuevo ser entraba en su órbita. Entonces retomaba el movimiento. Ese contoneo histérico que hacía sonar campanillas, que creaba una música a la cual era difícil resistirse. El poder de atracción era casi irresistible. Y se le hacía imperceptible a todo el que entrara a formar parte del centro de gravedad de su propio ser. Se alimentaba de sus deseos, de sus pasiones, de la admiración que desataba en cada uno de ellos. Se alimentaba y los alimentaba con sus estertores. 

De repente el deseo, su deseo, desaparecía, y los cuerpos que ya estaban girando rítmicamente a su alrededor se suspendían en el aire, ya sin fuerza, ya con la fuerza propia, que algunos habían perdido en ese juego gravitatorio, y caían. Caían estrepitosamente. Los que quedaban, lo hacían librados a su propia suerte, y entonces se producía el milagro y comenzaban a bailotear entre ellos y festejaban y se encontraban y circulaban besos, caricias y espuma. 

martes, 7 de julio de 2015

Y si ahora... el amor

Parecía como si el amor fuera eso que él le estaba enseñando tan rudimentariamente.

No le había enseñado la espera así, tan al límite.

Y ella se había olvidado lo que se sentía cuando el cuerpo no podía con el deseo.

Se lo había olvidado o nunca lo había experimentado. Seguramente no importe.

Si importó que, incluso antes de que se consumara mas allá de un beso, le dieron ganas de contárselo a su papá.

No fue como esperaba.  Pero fue algo nuevo. Volvió a ser una niña que tiene un padre, aunque casi nunca lo tenga. Y mientras lo escuchaba decir cosas que no importaban, se le hizo un nudo en la garganta y casi llora.

No puede creer que así, con 30 años ya bastante pasados,  viva momentos de volver a ser una niña. Vuelva a buscar el refugio de su papá ante el terror -y el placer- que le causa sumergirse en algo tan desconocido como el amor.

Es el desconocimiento de lo conocido, de lo vivido, de lo deseado. Que cambia la piel cada vez, que se empieza -pareciera- de cero, ante cada paso testarudo que nos impone eso que llamamos la vida.

martes, 30 de junio de 2015

La espera (y la acción)



Primero se rompió la copa. Iba a ser la tarde que se rompió la copa para siempre en su memoria. En la memoria de él. Y después, aunque no inmediatamente después, porque hizo falta salir de ahí por un momento, recomponerse, pensar, verse un segundo en el espejo del baño de ese bar, volvió a sentir lo que era el amor en una mirada. Habían pasado años desde que había experimentado ese sentimiento por última vez, tantos que ya ni siquiera recordaba cómo había sido. O quizá nunca había sido. No así, no tan intenso. Pero no quería dejarse engañar por sus recuerdos. Quizá alguna vez había mirado unos ojos de esa manera, quizá alguna vez unos ojos la habían mirado de esa manera. Quizá esta era la primera. Eso no importaba. Importaba lo intenso que se sintió, la emoción que se apoderó de ella y recorrió cada centímetro de su piel. El brillo que ya era lo que invadía todo, pero que lo invadió aún más.

Recordó cuando el conejo le respondía a Alicia que para siempre a veces es sólo un segundo. El tiempo se había apoderado de ellos en ese segundo eterno en que sus miradas brillaron con más intensidad que otras veces. Fue ese instante el que le indicó que lo que creía que podía haber, lo había. Que tal vez, eso era el amor. Antes se tuvo que romper la copa. Antes tuvo que transformar su espera (la de ella) en una tímida acción, que por ahora sólo significaba la acción de la palabra. Que tragedia -le dijo- que mi espera y tu acción, nunca se encuentren. Y se levantó, y tiró la copa. Y estalló en todos los  pedazos en los que sentía que iba a estallar ella en ese momento. Porque él sabía que era lo que realmente le estaba diciendo, porque el sabía que esa era toda la acción posible entre ellos. Mientras la tranquilizaba y juntaban los vidrios rotos en la mesa y en la vereda, no sabía que hacer con una vergüenza que siempre supo que iba a sentir cuando volviera sobre el tema, y que no pudo más que agravar con su torpeza más que habitual, oportuna.

Le dijo que aclarara al mozo, si venía mientras buscaba el baño, olvidada ya de su necesidad y más como quien buscaba un hueco donde esconderse, donde recobrarse, que ella había roto la copa. Pero ya adentro del bar se acercó a la barra y lo dijo ella, porque sabía que él iba a asumir la copa rota como su propia torpeza. Y no podía permitir ni la injusticia más pequeña si se trataba de él. 

Cuando volvió todo seguía estando ahí. Absolutamente seguro de que era su momento de actuar (siempre las palabras eran la única forma de acción, eso no puede olvidarse nunca, ni ella ni él pueden olvidarlo por ahora) continuó la conversación donde había quedado. Y para él no era para nada una tragedia, para él era un aprendizaje, que implicaba que uno se apropiara del mecanismo del otro, pero para tenerse un poco más a sí mismo. Entonces él, que siempre esperaba -le dijo sabiendo que ella ya conocía esa parte de él- estaba aprendiendo ahora a actuar, a dar pequeños pasos para que eso que tenían no muriera, más bien siguiera creciendo. Y ella, que era una mujer de acción, de impaciencia, había aprendido a practicar el arte de la espera.   Y entonces, en un mundo posible, podía un día todo ir hacia algún lado, como estaba yendo. Tenían que buscar, esta vez juntos, no convertirse en víctimas de la espera. Tenían que seguir buscándose a sí mismos y por esa vía, encontrar el amor.

El amor sobrevolaba todo, pero no aparecía la palabra. Porque esta vez era sobre ellos. Él había tomado en sus manos el destino de los dos, que no implicaba que ella no hubiera hecho un poco lo mismo. A su primer acción, estuvo la espera de él. Y esa espera de él estuvo bien puesta esa noche en Palermo, esa tarde en Devoto. Le explicó él que estuvo bien puesta, pero que no significaba que no había nada. Claro que había algo. Y la espera de ella, ahora, en las noches y en las tardes que siguieron, estuvo bien puesta, y tampoco significaba que no había nada, que se había ido el amor. Estaban ahí las palabras para expresarlo, estaban ahí las mirada que a cada encuentro se hacían más intensas. Estaban ahí ellos dos, otra tarde, compartiendo las horas que era, ambos lo sabían, lo más valioso que tenían. El tiempo que pasaban juntos se convertía entonces en una ofrenda mutua, en el amor expresado en palabras y en miradas y en tiempo, que mientras se detenía para ellos parecía seguir pasando para el resto del mundo.

Había oscurecido, habían cambiado las caras del bar. El mozo nunca se había atrevido a acercase por no molestarlos. Ella podía ver de afuera como se veía el brillo de cuatro ojos claros que no paraban de mirarse. Y hubo que volver al tiempo, y mirar el reloj, y habían pasado cinco horas, sin contar el segundo en que fue para siempre. Cinco horas de tiempo normal, del tiempo de los otros. Caminaron juntos, siempre sin tocarse. Era llamativo como ni siquiera se rozaban, y cuando sin querer su mano y su torpeza golpeaban la de él al caminar, un nerviosismo la invadía, aparecía una tensión que los dos sabían que estaba ahí. Se saludaron, como siempre, casi sin afecto, con formalidad incluso. Había terminado la magia que los atravesaba cuando estaban frente a frente. Sabían que iba a volver. En el próximo encuentro. Sólo para asegurarse, ella le mandó, mientras volvía a su casa con la emoción intacta, que lo que contaba, que lo que valía, era la intensidad. Él entendió a qué se refería y respondió lo que era posible responder, porque ella también entendía. Los dos reafirmaron, solos, su complicidad. 

sábado, 13 de junio de 2015

Con las palabras



La ducha le traía recuerdos de ella, que no podía llamar más que por su verdadero nombre, que no podía convertir en ficción, como sí podía ella. La ducha bailaba por su cuerpo, y siempre la recordaba. A ella y al Magenta Star y a Paula (su nombre casi igual, pero tan distinto) y a su interregno del baño. La ducha le desataba una lluvia de pensamientos que caían con la velocidad de las gotas sobre su piel. Y el baño se prolongaba, y se podía prolongar para siempre, si no fuera por la urgencia de escribir una parte, para que no se le escape, de todo lo que aparecía en esos húmedos minutos.

Con ella aprendió a hacer el amor con las manos. Con la punta de los dedos. Aprendió a sentir el calor de su cuerpo, la humedad, sólo con la piel erizada de la yema de los dedos. Con ella aprendió que las caricias hacen el amor, y las caricias empiezan por la punta de los dedos. Aprendió eso y muchas cosas más, cotidianas, casi invisibles. Pero sobre todo aprendió a hacer el amor con las manos.

Ahora aprendía a hacer el amor con las palabras, el placer en las palabras. Ellos hacían el amor así, como podían. Y podían hacer el amor con las palabras. Con las palabras y con la mirada. Bailaban una danza que nunca tenía final, que había que ponérselo porque pasaban las horas, y esa ofrenda de tiempo y palabras que se hacían merecía terminar un día, a una hora, para no terminar nunca. Para esperar con ansias el nuevo encuentro. A veces hacían el amor llenos de ansiedad, se disparaban las palabras porque eran tantas, porque se habían amontonado ahí, porque el deseo era incontenible. Otras todo empezaba en silencio, en pequeñas caricias sin importancia de comentarios banales de la vida cotidiana, como preparando el momento, eligiéndolo. Porque cuando empezaban a hablar en serio, a decirse todo lo que tenían para decirse, entraban en un trance del que era difícil salir. Hablaban de la vida, de sus vidas, hablaban de la muerte, hablaban de amor. Y entre la vida, la muerte y el amor, la política, las ideas y la literatura se mezclaban con la música, o con el psicoanálisis, o aparecía alguna película de esas que había que mirar y poner en el centro del próximo encuentro. Y los ojos (los de ella, los de él) brillaban, siempre brillaban, y la boca (la de él) se llenaba de palabras y las sacaba de a poco, eligiéndolas. Eran tan distintos para hablarse, y le gustaba tanto como él elegía las palabras, como hacía esos silencios y la miraba, y ella sentía que en esos breves espacios podía mirarlo y un día elegir decirle lo más importante que tenía para decirle, que era decirle que lo amaba. Y que quería hacerle el amor con el cuerpo también, y en silencio. Sentirlo en un beso. Y enseñarle a hacer el amor con las manos, con la punta de los dedos primero, como ella había aprendido, para tocarlo como él le hablaba: despacio, eligiendo ahora los lugares donde acariciarlo, deslizando la yema de los dedos por el contorno de su cuerpo, por su boca, por sus cejas, por sus párpados, y bajar desde ahí hasta la punta de los pies. Ella quería hacerle el amor como el le hablaba, con esa atención, con ese respeto, con esa pasión. Iba a ser en silencio, para después seguir con las palabras, y que el deseo apareciera en esos dos placeres juntos, y quedarse tirados en la cama haciendo el amor, hablando, haciendo el amor...

jueves, 11 de junio de 2015

Virtud


Esa tarde, hace cosa de 5 meses, se prometió, le prometió, que lo iba a convencer: que podían probar el amor, que no estaban tan rotos como para no intentarlo.

Hubo en el camino un momento en que él la convenció a ella de que mejor esperar. Hacía falta esperar. Pero como la espera, al menos la que ella había aprendido (que no era más que la que él le había enseñado) no podía ser absoluta, se dispuso a matizarla con cierta dosis de acción.

Estaba la acción de él entonces (que estaba aprendiendo de ella) y estaba la acción de ella (que estaba aprendiendo la espera de él), que no iba más allá de decir, de poner en palabras (escritas, que siempre le quedaban mejor a ella) un amor que la invadía quien sabe desde cuando. Que se hacía más intenso con cada encuentro, con cada mirada, con cada palabra que le decía (que era lo que siempre le quedaba mejor a él)

Y se hacía cada día más evidente que había algo más que ellos, que algo se apoderaba de ellos, se les imponía, los agarraba y los zarandeaba de un lado a otro, les ponía palabras en la boca, encuentros que duraban horas, el brillo en las miradas, las sonrisas tímidas. Y siempre estaba la pregunta de si eso que los poseía no eran en realidad ellos que se querían poseer, a sí mismos, mutuamente.

Poseer en el buen sentido. Poseer de atrapar un momento. Poseer de tener un beso que no es de él, ni de ella sino que cobra vida propia, que es de los dos, que convierte sus vidas separadas en ese beso común, donde se hace imposible distinguirlos, donde no se sabe quién es quién como en los encuentros anteriores, donde sólo existe ese momento de los dos, del que ahora no pueden separarse, que ahora queda como una imagen de esas que vuelven cuando quieren, y nos asaltan tomando mate en el desayuno, o en el medio de una clase, o una reunión.

Todo indica que fueron hacia ahí. Todo indica que no existe la suerte, ni el azar. Habrá que cerrar -esta vez- los ojos y sonreir pensando que los dos están donde quieren estar. Y no existe, por ese instante eterno, nada más.

miércoles, 11 de marzo de 2015

Fortuna


-¡Suerte para vos! le dijo en una carcajada irónica mientras le cerraba la puerta en la cara.
Julia se subió al auto y experimentó una sensación de enajenación que no sería la primera en la semana. Que hacía mucho no estaba ahí, donde no estaba ella. Manejó los 20 kilómetros que la separaban de su casa como una completa autómata, no había un sólo sonido que la alcanzara, ninguno de los movimientos que hacía existían, sólo estaba su cuerpo que apretaba pedales y pasaba cambios.

Su cabeza se había quedado en el diván rojo del consultorio.

Llegó a su casa y notó que volvía a su cuerpo. Volvía con una pregunta amiga que la traía, que la rescataba de dónde sea que estaba. Volvía con unas lágrimas que brotaron sin que siquiera lo notara. Repetía la pregunta que le había dado vueltas desde que cruzó la puerta que la enfrentaba cara a cara con ella todas las semanas. Y con las lágrimas vino una rabia feroz contra su analista. Era la primera vez que se enojaba con ella.

-"¡Suerte para vos!"- ¡¿cómo no la había mandado a la mierda en ese momento?! "Suerte para vos", como si supiera que la iba a dejar exactamente así, fuera de ella.

Pero era demasiado tarde y la suerte ya se había conjurado.

Y la semana de las lágrimas y el enojo fue la semana de su segunda enajenación, que esta vez la ponía como sujeto de su fantasía, que se volvía real, que le devolvía a ella. Entre tanto Dr. Freud que había dado vueltas por ahí recordó a Lenin: "es preciso soñar con la condición de creer en nuestros sueños y realizar escrupulosamente nuestras fantasía". 

Sólo tres días desde la conjura bastaron para que su fantasía comenzara a realizarse escrupulosamente. Y ahí estaba ella, o no estaba más bien, se miraba casi de afuera, lo miraba casi de afuera, sin poder entender cómo era que había pasado lo que estaba pasando, en qué momento habían llegado ahí, a ese bar, a ese whisky que se volvía promesa por cumplir, a ese beso que superaba en decenas de veces al que había reconstruido durante todo este tiempo en su cabeza.

Esa semana todo en su vida pareció encajar perfectamente, de pronto. Consiguió un mejor trabajo, resolvió sin tanta vuelta los problemas de horarios. Escribió, eligió qué era lo que quería hacer este año y se trazó desafíos. Hasta volvió a cruzarse amigos de la infancia, de esos que hace diez años que no ves y que te recuerdan a vos cuando fuiste otra, y que te recuerdan a vos que seguís siendo vos. Y mientras encajaba su cuerpo se volvía un torbellino, su espera que había aprendido a vivir sin ansiedad la invadía de repente como en una vuelta a los 15 años. Tuvo la certeza de que nunca se volvería su víctima. 

Fue, la segunda, una enajenación distinta. El deseo que se hace real casi como si ella no hubiera hecho nada al respecto. Casi como si sólo hubiera tenido un golpe de suerte. 

martes, 24 de junio de 2014

Muy cerca de la perfección. Parte 2

Era la primera vez que sentía sus manos sobre mi cuerpo. Había construido en mi cabeza tantas veces ese momento que ahora que sucedía, me parecía completamente irreal. Tal vez eran las drogas, tal vez la situación, pero aunque estábamos rodeadas de gente, en el momento en que nuestros labios se encontraron desapareció todo lo que había a nuestro alrededor. Ni Eva, ni Pedro, ni Tomás estaban ahí, pero estaban, y el hecho de estar cogiendo todos juntos, hacía mi encuentro con Ana mucho más excitante. Y había sido ella la que me había seguido. Esta vez, después de tantos momentos de intimidad compartidos, que sólo quedaban en palabras y complicidades, Ana se había decidido a seguirme. Aunque fuera sólo por esa noche, sólo por ese momento, todo el resto había valido la pena. Nos miramos como si fuera la primera vez que nos conocíamos y bastó un gesto para entendernos: necesitábamos un momento solas, para descubrirnos en otra intimidad, que habíamos ansiado en secreto todos estos meses viviendo juntas, y que Ana recién se disponía a asumir. Me agarró la mano y esta vez fui yo la que la siguió hasta el baño. Desde que se había despertado, Ana no se había fijado en nada más, ni siquiera había notado que nuestra fiesta se había ampliado, con la incorporación del pelado experto en masturbación y el morocho de pectorales marcados que seguían haciendo gemir a Be de un modo bastante peculiar. Nos encerramos en el baño y frente al espejo, que tuvimos la suerte de que era enorme, recorrimos cada rincón del cuerpo de la otra. Chupé los pequeños pechos de Ana, di mordiscos a sus pezones y sentí como se le endurecían mientras un escalofrío le recorría el cuerpo, que se erizó completo. La recorrí con mis manos, hurgué con mis dedos entre sus nalgas, sentí los pliegos de la piel de su concha humedecerse más ante cada caricia. La curva de su cintura era bellísima también al tacto, y sus piernas se hicieron interminables entre mis dedos. ¡Que placer sentí sólo cuando me rozó con la punta de sus dedos, cuando me hizo el amor en las manos, sólo con sus dedos! El resto fue la mejor experiencia sexual de mi vida, mejor que la que habíamos dejado en el cuarto contiguo, mejor que todas las que no pudimos tener después.
Nos dimos una ducha y mientras nos secábamos, Ana quiso mirar por la cerradura cómo seguía todo sin nosotras, podía tener su encanto ver una fiesta de la que fuimos parte, pero esta vez como testigos ocultas, como cuando fisgoneamos de chicas en los cuartos ajenos, para entender que era todo eso del sexo, sin que nadie nos viera.
Yo la tocaba mientras ella miraba por el ojo de la cerradura. De repente siento que agarra mi antebrazo con mucha fuerza, para que pare. Parecía como si hubiera visto un fantasma: la cara se le puso pálida de golpe, se le desfiguró. Toda Ana se puso oscura, tenía la mirada perdida y la boca que antes sonreía húmeda y carnosa, ahora era una línea dura, apretada, casi blanca. No escuchó ninguno de mis llamados, ni cuando le pregunté qué pasaba, la tomé de los brazos para que me mire pero se soltó, salió casi corriendo del baño cerrando la puerta detrás suyo, conmigo adentro.
Cuando salí del baño atrás de ella ya tenía el cuchillo dentro del vientre del morocho de los pectorales, que sangraba a chorros en el piso, mientras Ana sacaba el cuchillo lentamente y volvía a clavarlo con rabia, mirándolo a los ojos. No escuchó mis gritos, ni los de Be, que intentaba separarla de cuerpo ya casi sin vida del hombre, que nunca habló, que tampoco le sacaba los ojos de encima a ella. De fondo, seguía sonando Miles Davis.

jueves, 19 de junio de 2014

Aprendizaje



Contradictoriamente el que parecía el trabajo más simple es el que más me cuesta llevar adelante. Fui pateando la autobiografía junto con las semanas, quién sabe por qué.

Durante algún tiempo creí que eso de escribir no se aprendía, que era sólo producto de una inspiración y una capacidad casi mágica de escribir bien. Cosa que además, nunca consideré que podía hacer. De chica escribía cuentos: me gustaban los policiales, tal vez por la influencia de Poe, y uno de los primeros recuerdos que tengo asociados a algo escrito por mí, fue cuando el profesor de Literatura de 8°, me dijo que por qué no me dedicaba a eso. Hay que admitir que en ese momento me hinché de orgullo por el comentario y por el cuento que había escrito, que tendría que buscar en la próxima visita a la casa de mi padre; pero nunca creí viable lo de "dedicarme a eso".

Sí me dediqué a leer, apasionadamente, y me sentí mucho mejor cuando me enteré que Borges siempre pensó de sí mismo que era mucho mejor como lector que como escritor. Fue suyo el primer libro "de grandes" al que me acerqué. Debía tener 11 o 12 años cuando encontré una edición del '68 (¡que año!) de Ficciones, que todavía tengo, revolviendo entre unos libros viejos en la casa de mis tías. A partir de ahí encontré la forma de sobrellevar mi adolescencia y la adolescencia del mundo a mi alrededor, que detestaba. Lo leí completo, pero recuerdo que no entendí nada, o entendí que no iba a ser fácil entrar a Tlön. Me culpé a mí misma por eso, me exigí volver a leerlo cuando pudiera apreciarlo, y me invadió una profunda frustración, la primera de mi vida. Pero causó una impresión tan profunda, que a esos cuentos debo no sólo mi amor por la literatura sino el interés por la física cuántica, los universos paralelos y las discusiones sobre el tiempo. No sé si ese mismo verano, o al siguiente, me encontré con El libro de arena, lo agarré con miedo, con respeto, y cuando terminé el primer cuento, El Otro, y entendí, algo pero entendí, me reconcilié con Borges, quien se convertiría en uno de mis escritores preferidos. Todavía recuerdo nítidamente el impacto que me causó el recurso de encontrarse con uno mismo en el pasado y en el futuro. Unos años después nos tocó leerlo en el colegio y descubrí que siempre se puede aprender y entender más con cada lectura, que cada cuento de Borges tiene infinitas lecturas.

El otro gran escritor que devoré esos años de mi adolescencia fue Cortázar. Fue distinta mi relación con él, a Borges lo fui leyendo de a poco, respetuosamente, me llevó varios años, y todavía no termino. En cambio a Julio me le avalancé con todas las hormonas de mi adolescencia encima. Fue amor a primera vista con Ómnibus: terminé el cuento y no podía creer como esas pocas páginas podían impactar tanto, y dejarme pensando horas y días sobre el cuento, sobre qué representaban las flores, sobre lo identificada con Clara que me había sentido: una adolescente que pasaba cada sábado leyendo en su casa mientras sus amigas, todas menos una, iban a bailar. A los pocos días me compré la edición de Alfaguara de los Cuentos Completos, que leí sin parar uno atrás de otro. Y que sigo leyendo cuando necesito despejarme y volver a sentir ese placer particular que me produce leer los cuentos de Cortázar. Casi tanto como Rayuela y sus divagaciones, casi tanto como pasear por París con la Maga y Horacio, o como encontrar en sus páginas las palabras perfectas para decirle a alguien lo que le quiero explicar sobre el amor, sobre la amistad, sobre el puente que no se sostiene de un solo lado.

Hablar de literatura, tal vez por la propia Rayuela, siempre me lleva a hablar de París, de una París que conozco por los libros y los sueños, y que aún no tuve el placer de conocer por mi propia experiencia: una cuenta pendiente que por ahora compenso con Hemingway (que en estos días también me está transportando a España y a la guerra civil con Por quién doblan las campanas, y dejé suspendidos en el tiempo a Robert Jordan, María, Pilar y sus milicianos a punto de volar el puente para hacer este trabajo), Miller y Simone de Beauvoir y Los Mandarines.

De esa época también recuerdo a Dostoievski, a la edición de Crimen y Castigo de la Nación, que junto con la colección de Clarin, puso sobre mi horizonte el mundo de los clásicos de la literatura universal, al que no hubiera accedido tan pronto de no ser por ellas. ¡Como me costó pero como disfruté leer a Dostoievski! Junto con él vinieron Tolstoi, Goethe, Dante y Shakespeare. El teatro de Shakespeare rompió todos mis prejuicios con ese género, y también devoré -ya en los últimos años de secundaria y el primero de la facultad- muchas de sus obras, que me parecieron sorprendentemente contemporáneas. ¡Que agradable sorpresa fue encontrarlas citadas en los libros de Marx!, en los que estaba incursionando mientras descubría la otra gran pasión y el motor de mi vida que es la militancia revolucionaria.

Me pasaba que me agarraban enamoramientos con algunos escritores, los leía casi hasta agotarlos, y me invadía después la desilusión de no volver a leer nada nuevo de semejantes plumas. Tenemos la suerte de que ha creado tanto la humanidad, que es inagotable la fuente de lo que uno puede leer en los pocos años que tiene de vida.
Hay un salto entre estos primeros años y mis lecturas actuales, un paréntesis dedicado mayoritariamente a la política, que me hizo disfrutar de otro tipo de escritores, entre los que también encontré la belleza de la literatura y las obras bien escritas como Marx, Engels, Lenin y Trotsky. El Museo de la revolución de Martín Kohan, a la inversa que con Marx y Shakespeare, me fascinó por la forma brillante de hacer literatura de ficción con obras políticas reales de los propios Marx y Engels, Lenin y Trotsky. Durante esos años escribí más, pero textos menos literarios. Y durante esos años también fui descubriendo que a escribir se aprende, y fui ensayando sobre géneros a los que nunca pensé que podía siquiera intentar acercarme como la poesía. Y ahí me pasó a la inversa, y cuando empecé este taller y llegué a mi primer clase y tuve que "ahí y ahora" ensayar unas líneas a modo de relato, me pareció una tortura. Pero le tomé el gusto y aprendí que se aprende.

Empecé a escribir poesía enamorada de una mujer que escribe poesía, y se abrió ante mí otro mundo donde las autoras más significativas fueron Glauce Baldovin, al encontrar su Libro de la soledad en el momento en que más lo necesitaba, y Alejandra Pizarnik, por su propia grandeza, por esa forma de encontrar las palabras, de jugar con las palabras, de hurgar en lo más profundo del universo femenino. Vuelvo a su Poesía completa siempre que siento la angustia que sentí cuando llegó a mis manos por primera vez.

No puedo no mencionar a Bukowski, a quien también descubrí de grande y con quién también tuve uno de mis enamoramientos, si es que esa palabra es aplicable a algo que tenga que ver con el viejo. Fue una época más oscura de mis descubrimientos literarios, la misma de Houellebecq y de Auster, de quienes leí también todo, como hambrienta del placer de meterme en sus historias, en sus personajes y en su oscuridad. Todavía lamento no haber podido ver a Paul Auster cuando vino, a pesar de la cola en la Rural, a pesar de estar cursando en la UNSAM que lo trajo, a pesar de haberlo esperado durante meses. Las partículas elementales de Houellebecq y Un hombre en la oscuridad de Auster fueron la vía meterme en el mundo de cada uno de esos dos autores, de los pocos de los que puedo disfrutar ir a comprar su próxima novela apenas está disponible en las librerías. Algo que me hubiera gustado haber podido experimentar con Borges y Cortázar.

Last but not least, hay dos libros que son de esos que me compro, o que tengo en mi biblioteca y siempre empiezo a leer y dejo sin terminar, pero pendientes para un mejor momento de poder adentrarme en ellos. Y en los que pensé cuando leí las Apostillas de Eco a El nombre de la rosa y las primeras páginas que explica que hay que atravesar para poder entrar en el monasterio, que no puede atravesar cualquier lector, y que te transforman en un lector específico de una obra específica. Uno es La conjura de los necios de John Kennedy Toole: cuando logré entrar, superar el escollo de las primeras 40 páginas, encontrarle el encanto al despreciado Ignatius y el sentido a una novela que parece no decir nada, no quería que terminara nunca. Me pasó lo mismo, pero al revés con El Pasado de Alan Pauls. Tuve el coraje de volver a agarrarla hace sólo unos meses, después de haberla tenido años en mi biblioteca. Nunca ninguna novela me produjo lo que me produjo esta, que me atrapó en su mundo, que siempre toca el propio, me sacudió, me oscureció, me hizo sentir a Sofía, a Rímini, comprenderlos, despreciarlos, reconocerse a uno mismo y a sus propias miserias en el reflejo de unos personajes perfectamente construidos, destruirse y volverse a construir. Al revés que con La conjura quería que terminara, necesitaba que terminara para poder salir del pozo en el que me había caído junto con Rímini, junto con Sofía. Nunca me pasó de terminar una novela y sentirme mucho mejor a la otra mañana, sin explicación aparente, más que la del duelo con mi propio pasado terminado.

Muy cerca de la perfección. Parte 1


Parecía que mis sentidos estaban trastocados, tenía la boca muy seca, no podía abrir los ojos de lo pesados que sentía mis párpados, y me acordé de cuando era chica y unos minutos antes de levantarme para ir a la escuela tenía esa especie de pesadilla en la que salía de casa despierta pero sin poder despegar los ojos, y hacía un esfuerzo terrible para abrirlos y mantenerlos así mientras manejaba mi bicicleta hasta el colegio. Escuché unos gemidos de hombre, luego unas risas de mujer, de varias mujeres y algunos pasos y golpes bastante a lo lejos.  La risa sensual de Be se me hizo tan familiar y no pude más que volver a sonreir y obligarme a abrir los ojos, empecé a recordar en parte dónde estaba, cómo había terminado ahí. Para poder volver a todo el asunto. Sentí el suelo duro y frío que la manta violeta, de una especie de terciopelo suave sobre la que dormía, ya no podía disimular. El espejo con la P y la R grabadas estaba en el piso, con algunas líneas que quedaban armadas, al lado varias botellas de champagne tiradas, dos Johnnie Walker etiqueta negra vacíos y uno roja al que todavía le quedaba un poco y entendí por qué el dolor de cabeza. El piso, tal vez por efecto de todas las drogas que había tomado, se veía muy brillante, con las vetas de la madera más oscuras que resaltaban tanto. El equipo de música que estaba en el piso ya no sonaba, pero me di cuenta de que estaba prendido por la luz verde del botón.

La cabeza me latía como si tuviera clavados pequeños alfileres que alguien me presionaba todos juntos una y otra vez. Me levanté para tomar una línea y un trago de agua natural, casi tibia, de una botella de plástico algo abollada que tenía al lado mío y vi a Be que seguía cogiendo, esta vez con dos tipos que no recordaba haber visto antes: un pelado enorme, con sus buenos kilos, bañado en sudor, que parecía un experto en masturbación femenina, a juzgar por el movimiento de sus dedos y por la cara de placer Be, que agarrada del respaldo de la cama con una mano y de la mesa de luz con la otra, miraba por el espejo que cubría toda la pared del cuarto, como un morocho de brazos enormes y pectorales marcados la cogía desde atrás mientras el pelado le tocaba la concha con una dedicación que yo nunca había visto. En la cama Ana dormía: tenía la cabeza apoyada en un brazo, el otro extendido con la palma hacia arriba y el sol que entraba por la ventana le daba todavía más brillo a esos rulos casi negros que tanto me gustaban. Tenía un culo perfecto Ana y las piernas más largas que vi en mi corta experiencia con las mujeres, con la luz encima se veía todavía mejor, con los contornos de su cuerpo dorado que contrastaban con la pared blanca, con las sábanas blancas. Noté que había un cuadro colgando sobre la cama, que parecía puesto a medida del color tostado de su piel: una mujer de pelo rojizo, recostada como de costado, con una de sus piernas que ocupaba la mitad del retrato, una mano sobre un pecho y el otro descubierto, de pezones rosados. Parecía masturbarse con los ojos cerrados de placer, y un halo de partículas doradas que parecía salir de su sexo le atravesaba la mitad del cuerpo. 

Enseguida me volví a calentar, bastaba sólo con mirar a mi alrededor para mojarme, pero también me acordé como había empezado la noche, y la merca me empezaba a hacer efecto. El dolor de cabeza desaparecía y se empezaba a transformar en una sensación de alegría y excitación.  Saqué la vista un poco de mi amiga y hacia el otro lado vi caras y cuerpos conocidos: vi la pija de Pedro medio dormida, colgando mientras tomaba cocaína del escritorio negro que habíamos usado para coger hacía unas horas, y las manos cuadradas y ásperas de Tomás que intentaban hacerla volver a su acostumbrado esplendor, sin demasiado éxito. Eva miraba y sonreía excitada mientras fumaba el último porro que quedaba. Tomás, que tenía una erección enorme, a pesar de todo lo que había tomado, que se notaba en su cara y sus movimientos, también la miraba a Eva. Fijó la miraba, y no le sacaba sus ojos verdes de encima mientras la pija de Pedro empezaba a ponerse dura. Se ve que notaron que me levanté, se ve que olieron mi calentura, y me hicieron una seña -Eva con la mano, Tomás con los ojos- casi a la vez para que me sumara. Agarré lo que quedaba de whisky y me acerqué justo cuando Ana se despertaba, subía el volumen y me seguía mientras sonaba Miles Davis y todo se acercaba a la perfección.