sábado, 13 de junio de 2015

Con las palabras



La ducha le traía recuerdos de ella, que no podía llamar más que por su verdadero nombre, que no podía convertir en ficción, como sí podía ella. La ducha bailaba por su cuerpo, y siempre la recordaba. A ella y al Magenta Star y a Paula (su nombre casi igual, pero tan distinto) y a su interregno del baño. La ducha le desataba una lluvia de pensamientos que caían con la velocidad de las gotas sobre su piel. Y el baño se prolongaba, y se podía prolongar para siempre, si no fuera por la urgencia de escribir una parte, para que no se le escape, de todo lo que aparecía en esos húmedos minutos.

Con ella aprendió a hacer el amor con las manos. Con la punta de los dedos. Aprendió a sentir el calor de su cuerpo, la humedad, sólo con la piel erizada de la yema de los dedos. Con ella aprendió que las caricias hacen el amor, y las caricias empiezan por la punta de los dedos. Aprendió eso y muchas cosas más, cotidianas, casi invisibles. Pero sobre todo aprendió a hacer el amor con las manos.

Ahora aprendía a hacer el amor con las palabras, el placer en las palabras. Ellos hacían el amor así, como podían. Y podían hacer el amor con las palabras. Con las palabras y con la mirada. Bailaban una danza que nunca tenía final, que había que ponérselo porque pasaban las horas, y esa ofrenda de tiempo y palabras que se hacían merecía terminar un día, a una hora, para no terminar nunca. Para esperar con ansias el nuevo encuentro. A veces hacían el amor llenos de ansiedad, se disparaban las palabras porque eran tantas, porque se habían amontonado ahí, porque el deseo era incontenible. Otras todo empezaba en silencio, en pequeñas caricias sin importancia de comentarios banales de la vida cotidiana, como preparando el momento, eligiéndolo. Porque cuando empezaban a hablar en serio, a decirse todo lo que tenían para decirse, entraban en un trance del que era difícil salir. Hablaban de la vida, de sus vidas, hablaban de la muerte, hablaban de amor. Y entre la vida, la muerte y el amor, la política, las ideas y la literatura se mezclaban con la música, o con el psicoanálisis, o aparecía alguna película de esas que había que mirar y poner en el centro del próximo encuentro. Y los ojos (los de ella, los de él) brillaban, siempre brillaban, y la boca (la de él) se llenaba de palabras y las sacaba de a poco, eligiéndolas. Eran tan distintos para hablarse, y le gustaba tanto como él elegía las palabras, como hacía esos silencios y la miraba, y ella sentía que en esos breves espacios podía mirarlo y un día elegir decirle lo más importante que tenía para decirle, que era decirle que lo amaba. Y que quería hacerle el amor con el cuerpo también, y en silencio. Sentirlo en un beso. Y enseñarle a hacer el amor con las manos, con la punta de los dedos primero, como ella había aprendido, para tocarlo como él le hablaba: despacio, eligiendo ahora los lugares donde acariciarlo, deslizando la yema de los dedos por el contorno de su cuerpo, por su boca, por sus cejas, por sus párpados, y bajar desde ahí hasta la punta de los pies. Ella quería hacerle el amor como el le hablaba, con esa atención, con ese respeto, con esa pasión. Iba a ser en silencio, para después seguir con las palabras, y que el deseo apareciera en esos dos placeres juntos, y quedarse tirados en la cama haciendo el amor, hablando, haciendo el amor...

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