miércoles, 15 de noviembre de 2017

La Vacante


Recuerdo la historia como si hubiera sido real. Quizá lo fue. Alguna parte de ella. Probablemente lo sea. Sobre todo para ellos.

Hacía apenas unos meses que había tomado horas en esa escuela. Eran solo dos, de 5° año, por lo que no solía pasar gran cantidad de tiempo en la sala de profesores, o en secretaría. Entraba unos pocos minutos antes de mi clase, los suficientes como para llegar a firmar. Y a nada más. Iba directo al aula. Para llegar antes de que empezaran a jugar a las cartas. Era la primera vez que me costaba permanecer ahí adentro. Pero llegar temprano aumentaba las posibilidades de poder dar unos minutos de clase. Era un barrio difícil. Por lo que los pibes venían con eso adherido en la piel. Y aunque no quisiera, yo tenía lo mismo en la mirada. Y lo sabían. Pocos traían carpeta. Las chicas del fondo eran casi las únicas que escuchaban. El resto, que no eran demasiados, preferían jugar a las cartas. Mientras, se amenazaban (nunca supe si sólo para impresionarme) y disfrutaban por anticipado el golpe en el antebrazo desnudo que le iba a tocar a los perdedores. Podías saber quién había perdido el partido anterior por la piel enrojecida entre los tatuajes.

Mientras el juego seguía (intenté detenerlo ingenuamente las primeras clases, pero para esa altura ya estaba resignada) yo hacía lo que podía. Que era casi nada. La preceptora sólo aparecía para proferir algunas amenazas e insultos. No muy distintos de los que había pronunciado cuando intenté conversar qué pasaba con el curso, buscando, de nuevo con ingenuidad, ayudar. A la directora sólo la ví una tarde que llegué temprano para dejar unos papeles. Hacía poco que estaba en la escuela. Estaba encerrada con la secretaria y la que parecía ser la inspectora discutiendo sobre una vacante. En la secretaría sólo había lugar para mí, y para el pibe que esperaba la vacante. Se parecía a uno de mis alumnos. Aunque con unos años más. Leo de reojo en la planilla, y el nombre de Brian Villalba comprueba el vínculo familiar sospechado. Luego de unos minutos, se acerca la supuesta inspectora y le confirma al pibe que no hay más vacantes, y que no encontraron manera de hacerle lugar. Le sugieren dos escuelas cercanas.
- Ya fui a las dos. Parece que no hay vacante en ningún lado, responde irónico y con zorna.
- A mí no me faltés el respeto! Y sacate la gorra para empezar, se indigna la mujer, que no puede ocultar el desprecio.
- Yo no le falté el respeto a nadie. Acá la que me falta el respeto a mí es usted. Se cree que soy tan boludo de no darme cuenta de que en el curso de mi hermano son re pocos, mire si no va a haber vacantes. La secretaria me había dicho que hoy me la confirmaban además.
- ¿Eso que tiene que ver?, intenta una defensa la inspectora.- ¿Vos sabés cuántos están inscriptos aunque no vengan todos los días? No podemos hacer excepciones. Sería injusto con otros chicos que están en lista de espera.
- ¡¿Qué lista de espera si a esta escuela no viene nadie?!, sincera Brian en un tono que sólo iba a poner peor a la contraparte.
- ¡Te dije que no me faltes el respeto, mocoso! Se terminó. No hay vacantes, le digo a la secretaria que te anote en la lista de espera y cualquier cosa te llamamos.
Brian da un golpe seco con el puño en el escritorio mientras chasquea la lengua, se da vuelta con bronca y sale de la escuela diciendo en voz muy alta que va a ir a hablar con la inspectora y que ya van a ver el quilombo que les va a hacer. No sabe que la tiene delante. Y que es ella la que le puso reparos a la directora y a la secretaria de la escuela cuando le consultaron cómo proceder.
Cuando Brian ya está afuera me mira y dice, no se si a mí, o a ella misma,
- Imaginate el quilombo que va a hacer si le damos la vacante. Estuvo en cana hasta la semana pasada y ahora se le ocurre terminar la escuela. Yo lo conozco a este. No sabés lo que es la familia... puede hacer cualquier cosa, y yo no quiero problemas en el distrito.
- Yo solamente quería dejarle la ficha y los títulos a la secretaria, apuré para obviar el comentario, y me fui.
Ese día entendí muchas de las cosas que pasan en el aula.

Pero entender no alcanzaba para hacer algo distinto. Y las semanas siguieron transcurriendo igual, conmigo padeciendo esas dos horas semanales, y con ellos padeciendo lo mismo todos los días. Marginados, despreciados, evitados. Me costaba entender por qué estaban en la escuela. Y creo que a ellos también. Aunque pensaba en Brian que quería volver, y tenía sentido. Un par de veces conversamos. Parecían buenos pibes. Vivían entre tranzas, aguantaderos y proxenetas. Y aunque no me lo dijeran porque habían aprendido a no confiar en nadie, casi todos afanaban. Era la única forma de sobrevivir en el barrio. Las zapatillas y las cadenitas hablaban por ellos: el que trabajaba para el tranza no tenía que decirlo, pero lo mostraba. Era difícil quererlos. Buscaban lo contrario cada clase. Y yo buscaba evitar esa actitud que siempre había despreciado de otros profesores. Pero muchas veces se imponía. Y terminaba odiándolos a ellos y odiándome a mí. Y esperando, cada semana, que tocara el timbre para escapar. Ellos esperaban lo mismo. Pero todos los días.

Una mañana entro sin ganas. Me había retrasado varios minutos y sabía que eso significaba una clase entera perdida. Una vez que arrancaba el juego de cartas era imposible de detener. El viernes anterior no había habido clases por falta de agua, pormenor que se volvía cada día más cotidiano en las escuelas del conurbano. Pero de eso ningún funcionario se acuerda cuando lloran lágrimas de cocodrilo porque se pierden días de clase “por los paros”. Yo perdía de esa manera un día a la semana entre las 6 escuelas a las que iba. Por falta de agua. O de luz. Eso a nadie le importaba. Noté que Maxi, el hermano de Brian, no estaba. Cuando les pregunté por qué había faltado -era raro en él, no hacía demasiado pero venía todos los días a la escuela- entre las varias voces con diferentes versiones distinguí que no venía desde el lunes porque el hermano había desaparecido.
-¿Cómo desaparecido?-, pregunté sorprendida a medias.
-No sabemos profe, el fin de semana salió con los amigos y nunca volvió a la casa, ni avisó dónde estaba. La madre tiene miedo porque él afanaba profe, recién sale de la cárcel, y nunca desapareció así tanto tiempo.
-¿Pero hicieron la denuncia?- dije con una ingenuidad que desapareció en cuanto me escuché.
-¡Que van a hacer la denuncia si los ratis de acá se la tenían jurada al Brian! Capaz hasta la hicieron algo ellos... ¿vió lo que pasó con este pibe Luciano Arruga?
El tiempo se pasó rápido esta vez, charlando sobre el caso de Luciano, sobre cómo los trata la policía en el barrio, sobre cómo “se rescatan” ellos solos y sólo se tienen entre ellos y a sus familias.

Me fui del aula angustiada. Esas cosas que una sabe de ellos se vuelven más duras cuando se las escuchás, cuando no podés hacer nada para ayudar. Y tenés que volver a la semana siguiente, y seguir dando clases, y cerrar notas. Recordé la escena en la secretaría. Pero no entendí la relación. Fui a hablar con la secretaria para preguntar si sabía algo y contarle lo que había pasado en el aula. Nos lamentamos juntas de la suerte de los pibes. Me contó que el lunes habían llamado a la casa a avisar que estaba la vacante para Brian, y que la madre les contó llorando que no aparecía desde el viernes. La tranquilizó, eran chicos, seguro pasó el fin de semana con los amigos y perdió el celular. Tal vez la secretaria entendió la relación, y por eso se animó a contarme la discusión con la inspectora. Estaba con culpa porque tendrían que haberle dado la vacante a Brian sin decirle nada a ninguna autoridad, pero la directora era nueva y no sabía cómo actuar con casos así. Me contó que lo conocían a Brian del barrio, que era un “pibe pesado” pero que había cambiado mucho porque no quería volver a caer en cana. Maxi y Brian vivían solos con la madre, que trabajaba todo el día limpiando casas. El padre tenía una condena a perpetua por robo y homicidio. Y cuando cayó Brian, la madre se deprimió. Dejó de trabajar, no salía de la casa más que para ir a visitar a su hijo. Tenía miedo por él. No quería que terminara como el padre. Maxi laburaba para bancar a los dos. Era chocante todo lo que uno no sabía sobre ellos. Era admirable que Maxi nunca hubiera dejado la escuela, que Brian quisiera volver.

No volví hasta el viernes siguiente. Llegué temprano, para ver cómo seguía todo, sin demasiado optimismo. El aula estaba vacía y no había nadie en secretaría. Busqué a la preceptora preocupada, porque en los cursos que quedaban sí había clases. Yo tenía las últimas dos horas de los viernes, por lo que era difícil encontrar gente en la escuela. Pero los pibes venían, aunque sea algunos. Crucé a la preceptora en un pasillo. Estaba seria, preocupada.
-¿No se enteró profe?-, me dijo con cierta angustia.
-¿Qué pasó? ¿Por qué no vinieron los chicos?-, respondí alarmada, mientras me odiaba por no estar en ningún grupo de whatsapp de la escuela.

-Brian, el hermano de Maxi. Villalba. Lo encontraron ayer en el descampado de atrás de los monoblocks. Se mató, profe. Se pegó un tiro en la cabeza-, susurró con los ojos llenos de lágrimas, y me abrazó. 

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La vacante fue publicado en Antología Rama Negra: “Nuestros cuentos”, una selección de autores juninenses llevada a cabo por la editorial Rama Negra, que reúne 21 cuentos de diferentes temáticas. Más información acá.

jueves, 7 de enero de 2016

Bajo la sombra de Tom Jobim


Es un grito en un bosque
un incendio en la iglesia
una desconocida
que me llama y me besa
Amigos que se apagan
palabras como flechas
Es un río es un árbol
de mentiras y de veras

Es calor es calor
una triste tibieza
un crepúsculo verde
un vestido violeta
Es un viento en la cara
y una persona nueva
es el mar en la noche
un murmullo una queja

Es un nombre es un nombre
es un perfil que acecha
es un sol de alegrías
y un diluvio de penas
Es un barco a lo lejos
y unos ojos de cerca
Es coraje de amarla
y miedo de perderla

Es tu voz es tu voz
pronunciando bellezas
y en el nombre de todos
tu desnudez perfecta
El cielo y el infierno
en tu doble silueta
El centro de mi vida
efímera y eterna

Es amor es amor
otoño y primavera
El verano el invierno
el insomnio y la siesta
La droga y el alcohol
la rebelión eterna
Es la vida es la muerte
tu presencia y tu ausencia

Mario Trejo


jueves, 24 de diciembre de 2015

Yo soy los otros


"Entonces comprendí que su cobardía era irreparable. Le rogué torpemente que se cuidara y me despedí. Me abochornaba ese hombre con miedo, como si yo fuera el cobarde, no Vincent Moon. Lo que hace un hombre es como si lo hicieran todos los hombres. Por eso no es injusto que una desobediencia en un jardín contamine al género humano; por eso río es injusto que la crucifixión de un solo judío baste para salvarlo. Acaso Schopenhauer tiene razón: yo soy los otros, cualquier hombre es todos los hombres, Shakespeare es de algún modo el miserable John Vincent Moon".

JLB, La forma de la espada

jueves, 8 de octubre de 2015

El secreto del mundo


No es fácil de entender pero, si lo entiendes, lo verás todo claro y saldrás de la prisión de la lógica: el todo es igual a la más pequeña parte del todo, la suma de las partes es igual a una de las partes de la suma. Ése es el secreto del mundo.

Vladimir Nabokov

miércoles, 23 de septiembre de 2015

Es tiempo de un pequeño homenaje (a 76 años de la muerte de Sigmund Freud)


"Hemos manifestado la inequívoca tendencia a hacer a un lado la muerte, a eliminarla de la vida. Hemos intentado matarla con el silencio; y aun tenemos [en alemán] el dicho: «Creo en eso tan poco como en la muerte». En la muerte propia, desde luego. La muerte propia no se puede concebir; tan pronto intentamos hacerlo podemos notar que en verdad sobrevivimos como observadores. En el fondo, nadie cree en su propia muerte, o, lo que viene a ser lo mismo, en el inconsciente cada uno de nosotros está convencido de su inmortalidad...Hacia la persona que ha muerto solemos adoptar una actitud especial, algo casi como admiración por alguien que ha logrado una tarea muy difícil."
Sigmund Freud, "De guerra y de muerte"

jueves, 27 de agosto de 2015

Los irrecuperables, las tareas pendientes


“Breton sigue siendo un irrecuperable. Su inmenso proyecto –necesariamente inacabado– de fusión alquímica entre el amor loco, la poesía de lo maravilloso y la revolución social es inasimilable para el mundo burgués y filisteo. Permanece irreductiblemente opuesto a esta sociedad y tan duro de roer como un hueso –un hermoso hueso, semejante a los que los indígenas de las islas Salomón llena de inscripciones e imágenes– atravesado en el gaznate capitalista”.
Michael Löwy

miércoles, 26 de agosto de 2015

Tiempoeterno


De chica, cuando una se acercaba a los 9 o 10 años, lo que te convertía en "grande" era tener reloj. Recuerdo la ansiedad, el deseo de poder llevar en la muñeca el paso del tiempo estampado en colores y malla de goma. Y el orgullo con el que alzabas la vista en la calle después de mirar la hora por tercera vez en la misma cuadra. Cuando reemplazabas los números grandes de la versión digital por las agujas, era la etapa superior. Como si supiéramos, ya en aquel momento, que llevar el tiempo con una era la definición exacta del fin de la niñez. Como si sintiéramos en la piel de la muñeca con el tiempo pegado que éramos parte de millones de hombres y mujeres que habían abrazado o padecido el paso del tiempo de la misma forma en que lo íbamos a empezar a hacer nosotros desde ese principio del fin de la infancia.

Hoy tengo 32 años, y después de casi 20, vuelvo a llevar reloj. Lo llamativo es como cambia, en todo ese proceso que lleva el nombre de crecer -aunque no siempre el sentido de la flecha del paso del tiempo acompañe el de nuestra madurez- nuestra percepción de su transcurrir, la forma de aferrarnos a los minutos, el modo en que los días se empiezan a hacer más largos cada año mientras la vida se pasa tan rápido y los meses se amontonan uno encima de otro y los años se aplastan y se aprietan y los recuerdos se empiezan a editorializar en etapas, en instituciones, en amores y en casas.

El tiempo que transcurrió durante los primeros 10 años de mi vida, a la inversa, tenía lo eterno en cada día repleto de horas, de juegos, de veredas y de libros, y lo fugaz de un abrir y cerrar de los ojos de la niña que fui al intento de mujer adulta que soy.

El tiempo que sigue transcurriendo encierra la eternidad en su propio ser. De la misma forma que encierra el final de las cosas.

miércoles, 12 de agosto de 2015

Lo maravilloso


"Terminemos de una vez: lo maravilloso es siembre bello, cualquier especie de maravilloso es bello, y no hay nada fuera de lo maravilloso que sea bello". 
A. Breton

jueves, 23 de julio de 2015

Aleteo


El amor se protege solo

y acuden en su ayuda
las buenas noticias

como si todo
                     estuviera conectado con nosotros

como si nosotros     
                     estuviéramos meciéndonos en el vaivén
                                                                         del mar

Esta mujer


Era la noche en que cada auto eras vos y no eras vos. Era la noche de la pasión. Y del espanto. Era la noche en que la copa de vino, atrás de otra copa de vino, atrás de otra copa de vino, disfrazaban el horror de verse a una misma con su peor máscara. Era la noche. Sólo era posible el amor si abrazaba todas las máscaras. Sólo era posible quererse en el espanto. Sólo en la copa de vino que ahogaba los restos de quien no querías ser. Era la primera vez que el amor salvaba, que dejaba de ser una carga oscura y se convertía en potencia destructora-creadora que arrasaba con todo lo que tenía delante, incluso con vos. Porque tenías que arrasar con vos para poder mirarte de nuevo y decir: he aquí esta mujer. Esta mujer soy yo. 

jueves, 16 de julio de 2015

Adoraciones

Algo se activaba cuando un nuevo ser entraba en su órbita. Entonces retomaba el movimiento. Ese contoneo histérico que hacía sonar campanillas, que creaba una música a la cual era difícil resistirse. El poder de atracción era casi irresistible. Y se le hacía imperceptible a todo el que entrara a formar parte del centro de gravedad de su propio ser. Se alimentaba de sus deseos, de sus pasiones, de la admiración que desataba en cada uno de ellos. Se alimentaba y los alimentaba con sus estertores. 

De repente el deseo, su deseo, desaparecía, y los cuerpos que ya estaban girando rítmicamente a su alrededor se suspendían en el aire, ya sin fuerza, ya con la fuerza propia, que algunos habían perdido en ese juego gravitatorio, y caían. Caían estrepitosamente. Los que quedaban, lo hacían librados a su propia suerte, y entonces se producía el milagro y comenzaban a bailotear entre ellos y festejaban y se encontraban y circulaban besos, caricias y espuma. 

martes, 7 de julio de 2015

Y si ahora... el amor

Parecía como si el amor fuera eso que él le estaba enseñando tan rudimentariamente.

No le había enseñado la espera así, tan al límite.

Y ella se había olvidado lo que se sentía cuando el cuerpo no podía con el deseo.

Se lo había olvidado o nunca lo había experimentado. Seguramente no importe.

Si importó que, incluso antes de que se consumara mas allá de un beso, le dieron ganas de contárselo a su papá.

No fue como esperaba.  Pero fue algo nuevo. Volvió a ser una niña que tiene un padre, aunque casi nunca lo tenga. Y mientras lo escuchaba decir cosas que no importaban, se le hizo un nudo en la garganta y casi llora.

No puede creer que así, con 30 años ya bastante pasados,  viva momentos de volver a ser una niña. Vuelva a buscar el refugio de su papá ante el terror -y el placer- que le causa sumergirse en algo tan desconocido como el amor.

Es el desconocimiento de lo conocido, de lo vivido, de lo deseado. Que cambia la piel cada vez, que se empieza -pareciera- de cero, ante cada paso testarudo que nos impone eso que llamamos la vida.

martes, 30 de junio de 2015

La espera (y la acción)



Primero se rompió la copa. Iba a ser la tarde que se rompió la copa para siempre en su memoria. En la memoria de él. Y después, aunque no inmediatamente después, porque hizo falta salir de ahí por un momento, recomponerse, pensar, verse un segundo en el espejo del baño de ese bar, volvió a sentir lo que era el amor en una mirada. Habían pasado años desde que había experimentado ese sentimiento por última vez, tantos que ya ni siquiera recordaba cómo había sido. O quizá nunca había sido. No así, no tan intenso. Pero no quería dejarse engañar por sus recuerdos. Quizá alguna vez había mirado unos ojos de esa manera, quizá alguna vez unos ojos la habían mirado de esa manera. Quizá esta era la primera. Eso no importaba. Importaba lo intenso que se sintió, la emoción que se apoderó de ella y recorrió cada centímetro de su piel. El brillo que ya era lo que invadía todo, pero que lo invadió aún más.

Recordó cuando el conejo le respondía a Alicia que para siempre a veces es sólo un segundo. El tiempo se había apoderado de ellos en ese segundo eterno en que sus miradas brillaron con más intensidad que otras veces. Fue ese instante el que le indicó que lo que creía que podía haber, lo había. Que tal vez, eso era el amor. Antes se tuvo que romper la copa. Antes tuvo que transformar su espera (la de ella) en una tímida acción, que por ahora sólo significaba la acción de la palabra. Que tragedia -le dijo- que mi espera y tu acción, nunca se encuentren. Y se levantó, y tiró la copa. Y estalló en todos los  pedazos en los que sentía que iba a estallar ella en ese momento. Porque él sabía que era lo que realmente le estaba diciendo, porque el sabía que esa era toda la acción posible entre ellos. Mientras la tranquilizaba y juntaban los vidrios rotos en la mesa y en la vereda, no sabía que hacer con una vergüenza que siempre supo que iba a sentir cuando volviera sobre el tema, y que no pudo más que agravar con su torpeza más que habitual, oportuna.

Le dijo que aclarara al mozo, si venía mientras buscaba el baño, olvidada ya de su necesidad y más como quien buscaba un hueco donde esconderse, donde recobrarse, que ella había roto la copa. Pero ya adentro del bar se acercó a la barra y lo dijo ella, porque sabía que él iba a asumir la copa rota como su propia torpeza. Y no podía permitir ni la injusticia más pequeña si se trataba de él. 

Cuando volvió todo seguía estando ahí. Absolutamente seguro de que era su momento de actuar (siempre las palabras eran la única forma de acción, eso no puede olvidarse nunca, ni ella ni él pueden olvidarlo por ahora) continuó la conversación donde había quedado. Y para él no era para nada una tragedia, para él era un aprendizaje, que implicaba que uno se apropiara del mecanismo del otro, pero para tenerse un poco más a sí mismo. Entonces él, que siempre esperaba -le dijo sabiendo que ella ya conocía esa parte de él- estaba aprendiendo ahora a actuar, a dar pequeños pasos para que eso que tenían no muriera, más bien siguiera creciendo. Y ella, que era una mujer de acción, de impaciencia, había aprendido a practicar el arte de la espera.   Y entonces, en un mundo posible, podía un día todo ir hacia algún lado, como estaba yendo. Tenían que buscar, esta vez juntos, no convertirse en víctimas de la espera. Tenían que seguir buscándose a sí mismos y por esa vía, encontrar el amor.

El amor sobrevolaba todo, pero no aparecía la palabra. Porque esta vez era sobre ellos. Él había tomado en sus manos el destino de los dos, que no implicaba que ella no hubiera hecho un poco lo mismo. A su primer acción, estuvo la espera de él. Y esa espera de él estuvo bien puesta esa noche en Palermo, esa tarde en Devoto. Le explicó él que estuvo bien puesta, pero que no significaba que no había nada. Claro que había algo. Y la espera de ella, ahora, en las noches y en las tardes que siguieron, estuvo bien puesta, y tampoco significaba que no había nada, que se había ido el amor. Estaban ahí las palabras para expresarlo, estaban ahí las mirada que a cada encuentro se hacían más intensas. Estaban ahí ellos dos, otra tarde, compartiendo las horas que era, ambos lo sabían, lo más valioso que tenían. El tiempo que pasaban juntos se convertía entonces en una ofrenda mutua, en el amor expresado en palabras y en miradas y en tiempo, que mientras se detenía para ellos parecía seguir pasando para el resto del mundo.

Había oscurecido, habían cambiado las caras del bar. El mozo nunca se había atrevido a acercase por no molestarlos. Ella podía ver de afuera como se veía el brillo de cuatro ojos claros que no paraban de mirarse. Y hubo que volver al tiempo, y mirar el reloj, y habían pasado cinco horas, sin contar el segundo en que fue para siempre. Cinco horas de tiempo normal, del tiempo de los otros. Caminaron juntos, siempre sin tocarse. Era llamativo como ni siquiera se rozaban, y cuando sin querer su mano y su torpeza golpeaban la de él al caminar, un nerviosismo la invadía, aparecía una tensión que los dos sabían que estaba ahí. Se saludaron, como siempre, casi sin afecto, con formalidad incluso. Había terminado la magia que los atravesaba cuando estaban frente a frente. Sabían que iba a volver. En el próximo encuentro. Sólo para asegurarse, ella le mandó, mientras volvía a su casa con la emoción intacta, que lo que contaba, que lo que valía, era la intensidad. Él entendió a qué se refería y respondió lo que era posible responder, porque ella también entendía. Los dos reafirmaron, solos, su complicidad. 

viernes, 19 de junio de 2015

Perder la aureola



"¡Eh! ¿cómo? ¿Usted aquí, mi querido? ¡Usted, en un lugar malo! ¡Usted, el bebedor de quintaesencias! ¡Usted, que come ambrosía! Verdaderamente, hay de qué sorprenderse.
-Querido mío, conoce mi terror a los caballos y a los coches. Hace un momento, cuando atravesaba la avenida con gran apuro, y sorteaba el barro, a través del caos movedizo en que la muerte llega al galope por todos los costados a la vez, en un movimiento brusco mi aureola se deslizó de la cabeza, al fango del empedrado. No tuve el coraje de recogerla. Juzgué menos desagradable perder mis insignias que hacerme romper los huesos. Y además, me dije, de algo sirve la desgracia. Ahora puedo pasearme de incógnito, cometer bajas acciones, y  abandonarme a la canalla, como los simples mortales. ¡Y héme  aquí, en todo semejante a usted, como puede ver!
-Al menos debería hacer publicar esa aureola, o hacerla reclamar por el comisario.
-¡Por favor! ¡No! Me encuentro bien aquí. Sólo usted me ha reconocido. Además la dignidad me aburre. Por otra parte pienso con alegría que algún mal poeta la recogerá e impúdicamente se adornará con ella. ¡Qué gozo, hacer feliz a alguien! ¡Y sobre todo, alguien que me hará reír! ¡Piense en X, o en Z! ¿Eh? ¡Qué divertido será eso!

Charles Baudelaire

sábado, 13 de junio de 2015

Con las palabras



La ducha le traía recuerdos de ella, que no podía llamar más que por su verdadero nombre, que no podía convertir en ficción, como sí podía ella. La ducha bailaba por su cuerpo, y siempre la recordaba. A ella y al Magenta Star y a Paula (su nombre casi igual, pero tan distinto) y a su interregno del baño. La ducha le desataba una lluvia de pensamientos que caían con la velocidad de las gotas sobre su piel. Y el baño se prolongaba, y se podía prolongar para siempre, si no fuera por la urgencia de escribir una parte, para que no se le escape, de todo lo que aparecía en esos húmedos minutos.

Con ella aprendió a hacer el amor con las manos. Con la punta de los dedos. Aprendió a sentir el calor de su cuerpo, la humedad, sólo con la piel erizada de la yema de los dedos. Con ella aprendió que las caricias hacen el amor, y las caricias empiezan por la punta de los dedos. Aprendió eso y muchas cosas más, cotidianas, casi invisibles. Pero sobre todo aprendió a hacer el amor con las manos.

Ahora aprendía a hacer el amor con las palabras, el placer en las palabras. Ellos hacían el amor así, como podían. Y podían hacer el amor con las palabras. Con las palabras y con la mirada. Bailaban una danza que nunca tenía final, que había que ponérselo porque pasaban las horas, y esa ofrenda de tiempo y palabras que se hacían merecía terminar un día, a una hora, para no terminar nunca. Para esperar con ansias el nuevo encuentro. A veces hacían el amor llenos de ansiedad, se disparaban las palabras porque eran tantas, porque se habían amontonado ahí, porque el deseo era incontenible. Otras todo empezaba en silencio, en pequeñas caricias sin importancia de comentarios banales de la vida cotidiana, como preparando el momento, eligiéndolo. Porque cuando empezaban a hablar en serio, a decirse todo lo que tenían para decirse, entraban en un trance del que era difícil salir. Hablaban de la vida, de sus vidas, hablaban de la muerte, hablaban de amor. Y entre la vida, la muerte y el amor, la política, las ideas y la literatura se mezclaban con la música, o con el psicoanálisis, o aparecía alguna película de esas que había que mirar y poner en el centro del próximo encuentro. Y los ojos (los de ella, los de él) brillaban, siempre brillaban, y la boca (la de él) se llenaba de palabras y las sacaba de a poco, eligiéndolas. Eran tan distintos para hablarse, y le gustaba tanto como él elegía las palabras, como hacía esos silencios y la miraba, y ella sentía que en esos breves espacios podía mirarlo y un día elegir decirle lo más importante que tenía para decirle, que era decirle que lo amaba. Y que quería hacerle el amor con el cuerpo también, y en silencio. Sentirlo en un beso. Y enseñarle a hacer el amor con las manos, con la punta de los dedos primero, como ella había aprendido, para tocarlo como él le hablaba: despacio, eligiendo ahora los lugares donde acariciarlo, deslizando la yema de los dedos por el contorno de su cuerpo, por su boca, por sus cejas, por sus párpados, y bajar desde ahí hasta la punta de los pies. Ella quería hacerle el amor como el le hablaba, con esa atención, con ese respeto, con esa pasión. Iba a ser en silencio, para después seguir con las palabras, y que el deseo apareciera en esos dos placeres juntos, y quedarse tirados en la cama haciendo el amor, hablando, haciendo el amor...

jueves, 11 de junio de 2015

Virtud


Esa tarde, hace cosa de 5 meses, se prometió, le prometió, que lo iba a convencer: que podían probar el amor, que no estaban tan rotos como para no intentarlo.

Hubo en el camino un momento en que él la convenció a ella de que mejor esperar. Hacía falta esperar. Pero como la espera, al menos la que ella había aprendido (que no era más que la que él le había enseñado) no podía ser absoluta, se dispuso a matizarla con cierta dosis de acción.

Estaba la acción de él entonces (que estaba aprendiendo de ella) y estaba la acción de ella (que estaba aprendiendo la espera de él), que no iba más allá de decir, de poner en palabras (escritas, que siempre le quedaban mejor a ella) un amor que la invadía quien sabe desde cuando. Que se hacía más intenso con cada encuentro, con cada mirada, con cada palabra que le decía (que era lo que siempre le quedaba mejor a él)

Y se hacía cada día más evidente que había algo más que ellos, que algo se apoderaba de ellos, se les imponía, los agarraba y los zarandeaba de un lado a otro, les ponía palabras en la boca, encuentros que duraban horas, el brillo en las miradas, las sonrisas tímidas. Y siempre estaba la pregunta de si eso que los poseía no eran en realidad ellos que se querían poseer, a sí mismos, mutuamente.

Poseer en el buen sentido. Poseer de atrapar un momento. Poseer de tener un beso que no es de él, ni de ella sino que cobra vida propia, que es de los dos, que convierte sus vidas separadas en ese beso común, donde se hace imposible distinguirlos, donde no se sabe quién es quién como en los encuentros anteriores, donde sólo existe ese momento de los dos, del que ahora no pueden separarse, que ahora queda como una imagen de esas que vuelven cuando quieren, y nos asaltan tomando mate en el desayuno, o en el medio de una clase, o una reunión.

Todo indica que fueron hacia ahí. Todo indica que no existe la suerte, ni el azar. Habrá que cerrar -esta vez- los ojos y sonreir pensando que los dos están donde quieren estar. Y no existe, por ese instante eterno, nada más.

sábado, 6 de junio de 2015

Furtivo

Cada vez que cerraba la puerta detrás tuyo me quedaba la misma sensación. La sensación de todo lo dicho, y de todo lo que no. El deseo de besarte, de robarte un solo beso. La distancia de los cuerpos, que en cada abrazo eran más distantes. La distancia que aumentaba cada vez que cerraba la puerta sin poder tocarte. Cada vez que te escuchaba como si pudiera morirme así, como si sólo escucharte, como si sólo mirarte, como si no necesitara nada más. La sensación de que podía morir así, en uno de esos días. Pero no sin haberte besado, no sin haber sentido como se siente tu piel en la yema de mis dedos, en mis labios. No sin haberte recorrido todo el cuerpo con la boca, con la lengua, con las palabras. Cada vez que cerraba la puerta me quedaba la fantasía, me quedaba el deseo, me quedaba el amor. De este lado, de mi lado. Cada vez que cerraba la puerta me quedaba sola. Y no sabía que hacer con todo ese placer en la punta de los dedos, en el filo de la lengua, en el fondo de mis ojos. 
Y cerrar los ojos y besarte, imaginar tus labios, sentirlos casi reales en los míos, sentir tu saliva en mi boca, tus manos en mi cintura, en mi cuello, jugando con mi pelo. Cada vez que cerraba la puerta me prometía que alguna vez te iba a robar un beso, o te lo iba a pedir, que alguna vez te iba a besar. Y tu boca iba a recuperar su lugar de boca, de besos, vacía de palabras tu boca, llena de besos por alguna vez. Solo por alguna vez.

viernes, 29 de mayo de 2015

El pasado

Las imposibilidades se retuercen en sí mismas, se aplastan contra la pared, 
y se despedazan
Los ojos siguen hablando
Y la vida se protege a sí misma afirmando su sentido


No podía escribirte un poema
No podía nombrarte sin que doliera
No podía tocarte
No podía besarte
No podía

Y era tan único cada instante
tan nuestro
tan ajeno

que mirarte ardía
pero que me hubiera pasado la vida
todos sus minutos
todos sus segundos
con tus ojos azules enfrente de los míos
hablándome
escuchándote

que la vida hubiera tenido sentido
sólo poblada
de uno de esos instantes
en que tus ojos hablaban

jueves, 28 de mayo de 2015

Interludio


Una no para de morir
A veces lenta
otras furiosamente
Morir y volver a vivir
para volver a morir
y en el medio

pasa la vida

viernes, 3 de abril de 2015

El deseo y la contradicción


Qué es la vida sino la pasión que se enciende en unos minutos de goce, y se mezcla de un vistazo con el dolor más profundo, el de la ausencia, que se nos impone, que se nos convierte en medida del placer.