Recuerdo
la historia como si hubiera sido real. Quizá lo fue. Alguna parte de
ella. Probablemente lo sea. Sobre todo para ellos.
Hacía
apenas unos meses que había tomado horas en esa escuela. Eran solo
dos, de 5° año, por lo que no solía pasar gran cantidad de tiempo
en la sala de profesores, o en secretaría. Entraba unos pocos
minutos antes de mi clase, los suficientes como para llegar a firmar.
Y a nada más. Iba directo al aula. Para llegar antes de que
empezaran a jugar a las cartas. Era la primera vez que me costaba
permanecer ahí adentro. Pero llegar temprano aumentaba las
posibilidades de poder dar unos minutos de clase. Era un barrio
difícil. Por lo que los pibes venían con eso adherido en la piel. Y
aunque no quisiera, yo tenía lo mismo en la mirada. Y lo sabían.
Pocos traían carpeta. Las chicas del fondo eran casi las únicas que
escuchaban. El resto, que no eran demasiados, preferían jugar a las
cartas. Mientras, se amenazaban (nunca supe si sólo para
impresionarme) y disfrutaban por anticipado el golpe en el antebrazo
desnudo que le iba a tocar a los perdedores. Podías saber quién
había perdido el partido anterior por la piel enrojecida entre los
tatuajes.
Mientras
el juego seguía (intenté detenerlo ingenuamente las primeras
clases, pero para esa altura ya estaba resignada) yo hacía lo que
podía. Que era casi nada. La preceptora sólo aparecía para
proferir algunas amenazas e insultos. No muy distintos de los que
había pronunciado cuando intenté conversar qué pasaba con el
curso, buscando, de nuevo con ingenuidad, ayudar. A la directora sólo
la ví una tarde que llegué temprano para dejar unos papeles. Hacía
poco que estaba en la escuela. Estaba encerrada con la secretaria y
la que parecía ser la inspectora discutiendo sobre una vacante. En
la secretaría sólo había lugar para mí, y para el pibe que
esperaba la vacante. Se parecía a uno de mis alumnos. Aunque con
unos años más. Leo de reojo en la planilla, y el nombre de Brian
Villalba comprueba el vínculo familiar sospechado. Luego de unos
minutos, se acerca la supuesta inspectora y le confirma al pibe que
no hay más vacantes, y que no encontraron manera de hacerle lugar.
Le sugieren dos escuelas cercanas.
-
Ya fui a las dos. Parece que no hay vacante en ningún lado, responde
irónico y con zorna.
-
A mí no me faltés el respeto! Y sacate la gorra para empezar, se
indigna la mujer, que no puede ocultar el desprecio.
-
Yo no le falté el respeto a nadie. Acá la que me falta el respeto a
mí es usted. Se cree que soy tan boludo de no darme cuenta de que en
el curso de mi hermano son re pocos, mire si no va a haber vacantes.
La secretaria me había dicho que hoy me la confirmaban además.
-
¿Eso que tiene que ver?, intenta una defensa la inspectora.- ¿Vos
sabés cuántos están inscriptos aunque no vengan todos los días?
No podemos hacer excepciones. Sería injusto con otros chicos que
están en lista de espera.
-
¡¿Qué lista de espera si a esta escuela no viene nadie?!, sincera
Brian en un tono que sólo iba a poner peor a la contraparte.
-
¡Te dije que no me faltes el respeto, mocoso! Se terminó. No hay
vacantes, le digo a la secretaria que te anote en la lista de espera
y cualquier cosa te llamamos.
Brian
da un golpe seco con el puño en el escritorio mientras chasquea la
lengua, se da vuelta con bronca y sale de la escuela diciendo en voz
muy alta que va a ir a hablar con la inspectora y que ya van a ver el
quilombo que les va a hacer. No sabe que la tiene delante. Y que es
ella la que le puso reparos a la directora y a la secretaria de la
escuela cuando le consultaron cómo proceder.
Cuando
Brian ya está afuera me mira y dice, no se si a mí, o a ella misma,
-
Imaginate el quilombo que va a hacer si le damos la vacante. Estuvo
en cana hasta la semana pasada y ahora se le ocurre terminar la
escuela. Yo lo conozco a este. No sabés lo que es la familia...
puede hacer cualquier cosa, y yo no quiero problemas en el distrito.
-
Yo solamente quería dejarle la ficha y los títulos a la secretaria,
apuré para obviar el comentario, y me fui.
Ese
día entendí muchas de las cosas que pasan en el aula.
Pero
entender no alcanzaba para hacer algo distinto. Y las semanas
siguieron transcurriendo igual, conmigo padeciendo esas dos horas
semanales, y con ellos padeciendo lo mismo todos los días.
Marginados, despreciados, evitados. Me costaba entender por qué
estaban en la escuela. Y creo que a ellos también. Aunque pensaba en
Brian que quería volver, y tenía sentido. Un par de veces
conversamos. Parecían buenos pibes. Vivían entre tranzas,
aguantaderos y proxenetas. Y aunque no me lo dijeran porque habían
aprendido a no confiar en nadie, casi todos afanaban. Era la única
forma de sobrevivir en el barrio. Las zapatillas y las cadenitas
hablaban por ellos: el que trabajaba para el tranza no tenía que
decirlo, pero lo mostraba. Era difícil quererlos. Buscaban lo
contrario cada clase. Y yo buscaba evitar esa actitud que siempre
había despreciado de otros profesores. Pero muchas veces se imponía.
Y terminaba odiándolos a ellos y odiándome a mí. Y esperando, cada
semana, que tocara el timbre para escapar. Ellos esperaban lo mismo.
Pero todos los días.
Una
mañana entro sin ganas. Me había retrasado varios minutos y sabía
que eso significaba una clase entera perdida. Una vez que arrancaba
el juego de cartas era imposible de detener. El viernes anterior no
había habido clases por falta de agua, pormenor que se volvía cada
día más cotidiano en las escuelas del conurbano. Pero de eso ningún
funcionario se acuerda cuando lloran lágrimas de cocodrilo porque se
pierden días de clase “por los paros”. Yo perdía de esa manera
un día a la semana entre las 6 escuelas a las que iba. Por falta de
agua. O de luz. Eso a nadie le importaba. Noté que Maxi, el hermano
de Brian, no estaba. Cuando les pregunté por qué había faltado
-era raro en él, no hacía demasiado pero venía todos los días a
la escuela- entre las varias voces con diferentes versiones distinguí
que no venía desde el lunes porque el hermano había desaparecido.
-¿Cómo
desaparecido?-, pregunté sorprendida a medias.
-No
sabemos profe, el fin de semana salió con los amigos y nunca volvió
a la casa, ni avisó dónde estaba. La madre tiene miedo porque él
afanaba profe, recién sale de la cárcel, y nunca desapareció así
tanto tiempo.
-¿Pero
hicieron la denuncia?- dije con una ingenuidad que desapareció en
cuanto me escuché.
-¡Que
van a hacer la denuncia si los ratis de acá se la tenían jurada al
Brian! Capaz hasta la hicieron algo ellos... ¿vió lo que pasó con
este pibe Luciano Arruga?
El
tiempo se pasó rápido esta vez, charlando sobre el caso de Luciano,
sobre cómo los trata la policía en el barrio, sobre cómo “se
rescatan” ellos solos y sólo se tienen entre ellos y a sus
familias.
Me
fui del aula angustiada. Esas cosas que una sabe de ellos se vuelven
más duras cuando se las escuchás, cuando no podés hacer nada para
ayudar. Y tenés que volver a la semana siguiente, y seguir dando
clases, y cerrar notas. Recordé la escena en la secretaría. Pero no
entendí la relación. Fui a hablar con la secretaria para preguntar
si sabía algo y contarle lo que había pasado en el aula. Nos
lamentamos juntas de la suerte de los pibes. Me contó que el lunes
habían llamado a la casa a avisar que estaba la vacante para Brian,
y que la madre les contó llorando que no aparecía desde el viernes.
La tranquilizó, eran chicos, seguro pasó el fin de semana con los
amigos y perdió el celular. Tal vez la secretaria entendió la
relación, y por eso se animó a contarme la discusión con la
inspectora. Estaba con culpa porque tendrían que haberle dado la
vacante a Brian sin decirle nada a ninguna autoridad, pero la
directora era nueva y no sabía cómo actuar con casos así. Me contó
que lo conocían a Brian del barrio, que era un “pibe pesado”
pero que había cambiado mucho porque no quería volver a caer en
cana. Maxi y Brian vivían solos con la madre, que trabajaba todo el
día limpiando casas. El padre tenía una condena a perpetua por robo
y homicidio. Y cuando cayó Brian, la madre se deprimió. Dejó de
trabajar, no salía de la casa más que para ir a visitar a su hijo.
Tenía miedo por él. No quería que terminara como el padre. Maxi
laburaba para bancar a los dos. Era chocante todo lo que uno no sabía
sobre ellos. Era admirable que Maxi nunca hubiera dejado la escuela,
que Brian quisiera volver.
No
volví hasta el viernes siguiente. Llegué temprano, para ver cómo
seguía todo, sin demasiado optimismo. El aula estaba vacía y no
había nadie en secretaría. Busqué a la preceptora preocupada,
porque en los cursos que quedaban sí había clases. Yo tenía las
últimas dos horas de los viernes, por lo que era difícil encontrar
gente en la escuela. Pero los pibes venían, aunque sea algunos.
Crucé a la preceptora en un pasillo. Estaba seria, preocupada.
-¿No
se enteró profe?-, me dijo con cierta angustia.
-¿Qué
pasó? ¿Por qué no vinieron los chicos?-, respondí alarmada,
mientras me odiaba por no estar en ningún grupo de whatsapp de la
escuela.
-Brian,
el hermano de Maxi. Villalba. Lo encontraron ayer en el descampado de
atrás de los monoblocks. Se mató, profe. Se pegó un tiro en la
cabeza-, susurró con los ojos llenos de lágrimas, y me abrazó.
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La vacante fue publicado en Antología Rama Negra: “Nuestros cuentos”, una selección de autores juninenses llevada a cabo por la editorial Rama Negra, que reúne 21 cuentos de diferentes temáticas. Más información acá.