martes, 30 de junio de 2015

La espera (y la acción)



Primero se rompió la copa. Iba a ser la tarde que se rompió la copa para siempre en su memoria. En la memoria de él. Y después, aunque no inmediatamente después, porque hizo falta salir de ahí por un momento, recomponerse, pensar, verse un segundo en el espejo del baño de ese bar, volvió a sentir lo que era el amor en una mirada. Habían pasado años desde que había experimentado ese sentimiento por última vez, tantos que ya ni siquiera recordaba cómo había sido. O quizá nunca había sido. No así, no tan intenso. Pero no quería dejarse engañar por sus recuerdos. Quizá alguna vez había mirado unos ojos de esa manera, quizá alguna vez unos ojos la habían mirado de esa manera. Quizá esta era la primera. Eso no importaba. Importaba lo intenso que se sintió, la emoción que se apoderó de ella y recorrió cada centímetro de su piel. El brillo que ya era lo que invadía todo, pero que lo invadió aún más.

Recordó cuando el conejo le respondía a Alicia que para siempre a veces es sólo un segundo. El tiempo se había apoderado de ellos en ese segundo eterno en que sus miradas brillaron con más intensidad que otras veces. Fue ese instante el que le indicó que lo que creía que podía haber, lo había. Que tal vez, eso era el amor. Antes se tuvo que romper la copa. Antes tuvo que transformar su espera (la de ella) en una tímida acción, que por ahora sólo significaba la acción de la palabra. Que tragedia -le dijo- que mi espera y tu acción, nunca se encuentren. Y se levantó, y tiró la copa. Y estalló en todos los  pedazos en los que sentía que iba a estallar ella en ese momento. Porque él sabía que era lo que realmente le estaba diciendo, porque el sabía que esa era toda la acción posible entre ellos. Mientras la tranquilizaba y juntaban los vidrios rotos en la mesa y en la vereda, no sabía que hacer con una vergüenza que siempre supo que iba a sentir cuando volviera sobre el tema, y que no pudo más que agravar con su torpeza más que habitual, oportuna.

Le dijo que aclarara al mozo, si venía mientras buscaba el baño, olvidada ya de su necesidad y más como quien buscaba un hueco donde esconderse, donde recobrarse, que ella había roto la copa. Pero ya adentro del bar se acercó a la barra y lo dijo ella, porque sabía que él iba a asumir la copa rota como su propia torpeza. Y no podía permitir ni la injusticia más pequeña si se trataba de él. 

Cuando volvió todo seguía estando ahí. Absolutamente seguro de que era su momento de actuar (siempre las palabras eran la única forma de acción, eso no puede olvidarse nunca, ni ella ni él pueden olvidarlo por ahora) continuó la conversación donde había quedado. Y para él no era para nada una tragedia, para él era un aprendizaje, que implicaba que uno se apropiara del mecanismo del otro, pero para tenerse un poco más a sí mismo. Entonces él, que siempre esperaba -le dijo sabiendo que ella ya conocía esa parte de él- estaba aprendiendo ahora a actuar, a dar pequeños pasos para que eso que tenían no muriera, más bien siguiera creciendo. Y ella, que era una mujer de acción, de impaciencia, había aprendido a practicar el arte de la espera.   Y entonces, en un mundo posible, podía un día todo ir hacia algún lado, como estaba yendo. Tenían que buscar, esta vez juntos, no convertirse en víctimas de la espera. Tenían que seguir buscándose a sí mismos y por esa vía, encontrar el amor.

El amor sobrevolaba todo, pero no aparecía la palabra. Porque esta vez era sobre ellos. Él había tomado en sus manos el destino de los dos, que no implicaba que ella no hubiera hecho un poco lo mismo. A su primer acción, estuvo la espera de él. Y esa espera de él estuvo bien puesta esa noche en Palermo, esa tarde en Devoto. Le explicó él que estuvo bien puesta, pero que no significaba que no había nada. Claro que había algo. Y la espera de ella, ahora, en las noches y en las tardes que siguieron, estuvo bien puesta, y tampoco significaba que no había nada, que se había ido el amor. Estaban ahí las palabras para expresarlo, estaban ahí las mirada que a cada encuentro se hacían más intensas. Estaban ahí ellos dos, otra tarde, compartiendo las horas que era, ambos lo sabían, lo más valioso que tenían. El tiempo que pasaban juntos se convertía entonces en una ofrenda mutua, en el amor expresado en palabras y en miradas y en tiempo, que mientras se detenía para ellos parecía seguir pasando para el resto del mundo.

Había oscurecido, habían cambiado las caras del bar. El mozo nunca se había atrevido a acercase por no molestarlos. Ella podía ver de afuera como se veía el brillo de cuatro ojos claros que no paraban de mirarse. Y hubo que volver al tiempo, y mirar el reloj, y habían pasado cinco horas, sin contar el segundo en que fue para siempre. Cinco horas de tiempo normal, del tiempo de los otros. Caminaron juntos, siempre sin tocarse. Era llamativo como ni siquiera se rozaban, y cuando sin querer su mano y su torpeza golpeaban la de él al caminar, un nerviosismo la invadía, aparecía una tensión que los dos sabían que estaba ahí. Se saludaron, como siempre, casi sin afecto, con formalidad incluso. Había terminado la magia que los atravesaba cuando estaban frente a frente. Sabían que iba a volver. En el próximo encuentro. Sólo para asegurarse, ella le mandó, mientras volvía a su casa con la emoción intacta, que lo que contaba, que lo que valía, era la intensidad. Él entendió a qué se refería y respondió lo que era posible responder, porque ella también entendía. Los dos reafirmaron, solos, su complicidad. 

viernes, 19 de junio de 2015

Perder la aureola



"¡Eh! ¿cómo? ¿Usted aquí, mi querido? ¡Usted, en un lugar malo! ¡Usted, el bebedor de quintaesencias! ¡Usted, que come ambrosía! Verdaderamente, hay de qué sorprenderse.
-Querido mío, conoce mi terror a los caballos y a los coches. Hace un momento, cuando atravesaba la avenida con gran apuro, y sorteaba el barro, a través del caos movedizo en que la muerte llega al galope por todos los costados a la vez, en un movimiento brusco mi aureola se deslizó de la cabeza, al fango del empedrado. No tuve el coraje de recogerla. Juzgué menos desagradable perder mis insignias que hacerme romper los huesos. Y además, me dije, de algo sirve la desgracia. Ahora puedo pasearme de incógnito, cometer bajas acciones, y  abandonarme a la canalla, como los simples mortales. ¡Y héme  aquí, en todo semejante a usted, como puede ver!
-Al menos debería hacer publicar esa aureola, o hacerla reclamar por el comisario.
-¡Por favor! ¡No! Me encuentro bien aquí. Sólo usted me ha reconocido. Además la dignidad me aburre. Por otra parte pienso con alegría que algún mal poeta la recogerá e impúdicamente se adornará con ella. ¡Qué gozo, hacer feliz a alguien! ¡Y sobre todo, alguien que me hará reír! ¡Piense en X, o en Z! ¿Eh? ¡Qué divertido será eso!

Charles Baudelaire

sábado, 13 de junio de 2015

Con las palabras



La ducha le traía recuerdos de ella, que no podía llamar más que por su verdadero nombre, que no podía convertir en ficción, como sí podía ella. La ducha bailaba por su cuerpo, y siempre la recordaba. A ella y al Magenta Star y a Paula (su nombre casi igual, pero tan distinto) y a su interregno del baño. La ducha le desataba una lluvia de pensamientos que caían con la velocidad de las gotas sobre su piel. Y el baño se prolongaba, y se podía prolongar para siempre, si no fuera por la urgencia de escribir una parte, para que no se le escape, de todo lo que aparecía en esos húmedos minutos.

Con ella aprendió a hacer el amor con las manos. Con la punta de los dedos. Aprendió a sentir el calor de su cuerpo, la humedad, sólo con la piel erizada de la yema de los dedos. Con ella aprendió que las caricias hacen el amor, y las caricias empiezan por la punta de los dedos. Aprendió eso y muchas cosas más, cotidianas, casi invisibles. Pero sobre todo aprendió a hacer el amor con las manos.

Ahora aprendía a hacer el amor con las palabras, el placer en las palabras. Ellos hacían el amor así, como podían. Y podían hacer el amor con las palabras. Con las palabras y con la mirada. Bailaban una danza que nunca tenía final, que había que ponérselo porque pasaban las horas, y esa ofrenda de tiempo y palabras que se hacían merecía terminar un día, a una hora, para no terminar nunca. Para esperar con ansias el nuevo encuentro. A veces hacían el amor llenos de ansiedad, se disparaban las palabras porque eran tantas, porque se habían amontonado ahí, porque el deseo era incontenible. Otras todo empezaba en silencio, en pequeñas caricias sin importancia de comentarios banales de la vida cotidiana, como preparando el momento, eligiéndolo. Porque cuando empezaban a hablar en serio, a decirse todo lo que tenían para decirse, entraban en un trance del que era difícil salir. Hablaban de la vida, de sus vidas, hablaban de la muerte, hablaban de amor. Y entre la vida, la muerte y el amor, la política, las ideas y la literatura se mezclaban con la música, o con el psicoanálisis, o aparecía alguna película de esas que había que mirar y poner en el centro del próximo encuentro. Y los ojos (los de ella, los de él) brillaban, siempre brillaban, y la boca (la de él) se llenaba de palabras y las sacaba de a poco, eligiéndolas. Eran tan distintos para hablarse, y le gustaba tanto como él elegía las palabras, como hacía esos silencios y la miraba, y ella sentía que en esos breves espacios podía mirarlo y un día elegir decirle lo más importante que tenía para decirle, que era decirle que lo amaba. Y que quería hacerle el amor con el cuerpo también, y en silencio. Sentirlo en un beso. Y enseñarle a hacer el amor con las manos, con la punta de los dedos primero, como ella había aprendido, para tocarlo como él le hablaba: despacio, eligiendo ahora los lugares donde acariciarlo, deslizando la yema de los dedos por el contorno de su cuerpo, por su boca, por sus cejas, por sus párpados, y bajar desde ahí hasta la punta de los pies. Ella quería hacerle el amor como el le hablaba, con esa atención, con ese respeto, con esa pasión. Iba a ser en silencio, para después seguir con las palabras, y que el deseo apareciera en esos dos placeres juntos, y quedarse tirados en la cama haciendo el amor, hablando, haciendo el amor...

jueves, 11 de junio de 2015

Virtud


Esa tarde, hace cosa de 5 meses, se prometió, le prometió, que lo iba a convencer: que podían probar el amor, que no estaban tan rotos como para no intentarlo.

Hubo en el camino un momento en que él la convenció a ella de que mejor esperar. Hacía falta esperar. Pero como la espera, al menos la que ella había aprendido (que no era más que la que él le había enseñado) no podía ser absoluta, se dispuso a matizarla con cierta dosis de acción.

Estaba la acción de él entonces (que estaba aprendiendo de ella) y estaba la acción de ella (que estaba aprendiendo la espera de él), que no iba más allá de decir, de poner en palabras (escritas, que siempre le quedaban mejor a ella) un amor que la invadía quien sabe desde cuando. Que se hacía más intenso con cada encuentro, con cada mirada, con cada palabra que le decía (que era lo que siempre le quedaba mejor a él)

Y se hacía cada día más evidente que había algo más que ellos, que algo se apoderaba de ellos, se les imponía, los agarraba y los zarandeaba de un lado a otro, les ponía palabras en la boca, encuentros que duraban horas, el brillo en las miradas, las sonrisas tímidas. Y siempre estaba la pregunta de si eso que los poseía no eran en realidad ellos que se querían poseer, a sí mismos, mutuamente.

Poseer en el buen sentido. Poseer de atrapar un momento. Poseer de tener un beso que no es de él, ni de ella sino que cobra vida propia, que es de los dos, que convierte sus vidas separadas en ese beso común, donde se hace imposible distinguirlos, donde no se sabe quién es quién como en los encuentros anteriores, donde sólo existe ese momento de los dos, del que ahora no pueden separarse, que ahora queda como una imagen de esas que vuelven cuando quieren, y nos asaltan tomando mate en el desayuno, o en el medio de una clase, o una reunión.

Todo indica que fueron hacia ahí. Todo indica que no existe la suerte, ni el azar. Habrá que cerrar -esta vez- los ojos y sonreir pensando que los dos están donde quieren estar. Y no existe, por ese instante eterno, nada más.

sábado, 6 de junio de 2015

Furtivo

Cada vez que cerraba la puerta detrás tuyo me quedaba la misma sensación. La sensación de todo lo dicho, y de todo lo que no. El deseo de besarte, de robarte un solo beso. La distancia de los cuerpos, que en cada abrazo eran más distantes. La distancia que aumentaba cada vez que cerraba la puerta sin poder tocarte. Cada vez que te escuchaba como si pudiera morirme así, como si sólo escucharte, como si sólo mirarte, como si no necesitara nada más. La sensación de que podía morir así, en uno de esos días. Pero no sin haberte besado, no sin haber sentido como se siente tu piel en la yema de mis dedos, en mis labios. No sin haberte recorrido todo el cuerpo con la boca, con la lengua, con las palabras. Cada vez que cerraba la puerta me quedaba la fantasía, me quedaba el deseo, me quedaba el amor. De este lado, de mi lado. Cada vez que cerraba la puerta me quedaba sola. Y no sabía que hacer con todo ese placer en la punta de los dedos, en el filo de la lengua, en el fondo de mis ojos. 
Y cerrar los ojos y besarte, imaginar tus labios, sentirlos casi reales en los míos, sentir tu saliva en mi boca, tus manos en mi cintura, en mi cuello, jugando con mi pelo. Cada vez que cerraba la puerta me prometía que alguna vez te iba a robar un beso, o te lo iba a pedir, que alguna vez te iba a besar. Y tu boca iba a recuperar su lugar de boca, de besos, vacía de palabras tu boca, llena de besos por alguna vez. Solo por alguna vez.