jueves, 19 de junio de 2014

Aprendizaje



Contradictoriamente el que parecía el trabajo más simple es el que más me cuesta llevar adelante. Fui pateando la autobiografía junto con las semanas, quién sabe por qué.

Durante algún tiempo creí que eso de escribir no se aprendía, que era sólo producto de una inspiración y una capacidad casi mágica de escribir bien. Cosa que además, nunca consideré que podía hacer. De chica escribía cuentos: me gustaban los policiales, tal vez por la influencia de Poe, y uno de los primeros recuerdos que tengo asociados a algo escrito por mí, fue cuando el profesor de Literatura de 8°, me dijo que por qué no me dedicaba a eso. Hay que admitir que en ese momento me hinché de orgullo por el comentario y por el cuento que había escrito, que tendría que buscar en la próxima visita a la casa de mi padre; pero nunca creí viable lo de "dedicarme a eso".

Sí me dediqué a leer, apasionadamente, y me sentí mucho mejor cuando me enteré que Borges siempre pensó de sí mismo que era mucho mejor como lector que como escritor. Fue suyo el primer libro "de grandes" al que me acerqué. Debía tener 11 o 12 años cuando encontré una edición del '68 (¡que año!) de Ficciones, que todavía tengo, revolviendo entre unos libros viejos en la casa de mis tías. A partir de ahí encontré la forma de sobrellevar mi adolescencia y la adolescencia del mundo a mi alrededor, que detestaba. Lo leí completo, pero recuerdo que no entendí nada, o entendí que no iba a ser fácil entrar a Tlön. Me culpé a mí misma por eso, me exigí volver a leerlo cuando pudiera apreciarlo, y me invadió una profunda frustración, la primera de mi vida. Pero causó una impresión tan profunda, que a esos cuentos debo no sólo mi amor por la literatura sino el interés por la física cuántica, los universos paralelos y las discusiones sobre el tiempo. No sé si ese mismo verano, o al siguiente, me encontré con El libro de arena, lo agarré con miedo, con respeto, y cuando terminé el primer cuento, El Otro, y entendí, algo pero entendí, me reconcilié con Borges, quien se convertiría en uno de mis escritores preferidos. Todavía recuerdo nítidamente el impacto que me causó el recurso de encontrarse con uno mismo en el pasado y en el futuro. Unos años después nos tocó leerlo en el colegio y descubrí que siempre se puede aprender y entender más con cada lectura, que cada cuento de Borges tiene infinitas lecturas.

El otro gran escritor que devoré esos años de mi adolescencia fue Cortázar. Fue distinta mi relación con él, a Borges lo fui leyendo de a poco, respetuosamente, me llevó varios años, y todavía no termino. En cambio a Julio me le avalancé con todas las hormonas de mi adolescencia encima. Fue amor a primera vista con Ómnibus: terminé el cuento y no podía creer como esas pocas páginas podían impactar tanto, y dejarme pensando horas y días sobre el cuento, sobre qué representaban las flores, sobre lo identificada con Clara que me había sentido: una adolescente que pasaba cada sábado leyendo en su casa mientras sus amigas, todas menos una, iban a bailar. A los pocos días me compré la edición de Alfaguara de los Cuentos Completos, que leí sin parar uno atrás de otro. Y que sigo leyendo cuando necesito despejarme y volver a sentir ese placer particular que me produce leer los cuentos de Cortázar. Casi tanto como Rayuela y sus divagaciones, casi tanto como pasear por París con la Maga y Horacio, o como encontrar en sus páginas las palabras perfectas para decirle a alguien lo que le quiero explicar sobre el amor, sobre la amistad, sobre el puente que no se sostiene de un solo lado.

Hablar de literatura, tal vez por la propia Rayuela, siempre me lleva a hablar de París, de una París que conozco por los libros y los sueños, y que aún no tuve el placer de conocer por mi propia experiencia: una cuenta pendiente que por ahora compenso con Hemingway (que en estos días también me está transportando a España y a la guerra civil con Por quién doblan las campanas, y dejé suspendidos en el tiempo a Robert Jordan, María, Pilar y sus milicianos a punto de volar el puente para hacer este trabajo), Miller y Simone de Beauvoir y Los Mandarines.

De esa época también recuerdo a Dostoievski, a la edición de Crimen y Castigo de la Nación, que junto con la colección de Clarin, puso sobre mi horizonte el mundo de los clásicos de la literatura universal, al que no hubiera accedido tan pronto de no ser por ellas. ¡Como me costó pero como disfruté leer a Dostoievski! Junto con él vinieron Tolstoi, Goethe, Dante y Shakespeare. El teatro de Shakespeare rompió todos mis prejuicios con ese género, y también devoré -ya en los últimos años de secundaria y el primero de la facultad- muchas de sus obras, que me parecieron sorprendentemente contemporáneas. ¡Que agradable sorpresa fue encontrarlas citadas en los libros de Marx!, en los que estaba incursionando mientras descubría la otra gran pasión y el motor de mi vida que es la militancia revolucionaria.

Me pasaba que me agarraban enamoramientos con algunos escritores, los leía casi hasta agotarlos, y me invadía después la desilusión de no volver a leer nada nuevo de semejantes plumas. Tenemos la suerte de que ha creado tanto la humanidad, que es inagotable la fuente de lo que uno puede leer en los pocos años que tiene de vida.
Hay un salto entre estos primeros años y mis lecturas actuales, un paréntesis dedicado mayoritariamente a la política, que me hizo disfrutar de otro tipo de escritores, entre los que también encontré la belleza de la literatura y las obras bien escritas como Marx, Engels, Lenin y Trotsky. El Museo de la revolución de Martín Kohan, a la inversa que con Marx y Shakespeare, me fascinó por la forma brillante de hacer literatura de ficción con obras políticas reales de los propios Marx y Engels, Lenin y Trotsky. Durante esos años escribí más, pero textos menos literarios. Y durante esos años también fui descubriendo que a escribir se aprende, y fui ensayando sobre géneros a los que nunca pensé que podía siquiera intentar acercarme como la poesía. Y ahí me pasó a la inversa, y cuando empecé este taller y llegué a mi primer clase y tuve que "ahí y ahora" ensayar unas líneas a modo de relato, me pareció una tortura. Pero le tomé el gusto y aprendí que se aprende.

Empecé a escribir poesía enamorada de una mujer que escribe poesía, y se abrió ante mí otro mundo donde las autoras más significativas fueron Glauce Baldovin, al encontrar su Libro de la soledad en el momento en que más lo necesitaba, y Alejandra Pizarnik, por su propia grandeza, por esa forma de encontrar las palabras, de jugar con las palabras, de hurgar en lo más profundo del universo femenino. Vuelvo a su Poesía completa siempre que siento la angustia que sentí cuando llegó a mis manos por primera vez.

No puedo no mencionar a Bukowski, a quien también descubrí de grande y con quién también tuve uno de mis enamoramientos, si es que esa palabra es aplicable a algo que tenga que ver con el viejo. Fue una época más oscura de mis descubrimientos literarios, la misma de Houellebecq y de Auster, de quienes leí también todo, como hambrienta del placer de meterme en sus historias, en sus personajes y en su oscuridad. Todavía lamento no haber podido ver a Paul Auster cuando vino, a pesar de la cola en la Rural, a pesar de estar cursando en la UNSAM que lo trajo, a pesar de haberlo esperado durante meses. Las partículas elementales de Houellebecq y Un hombre en la oscuridad de Auster fueron la vía meterme en el mundo de cada uno de esos dos autores, de los pocos de los que puedo disfrutar ir a comprar su próxima novela apenas está disponible en las librerías. Algo que me hubiera gustado haber podido experimentar con Borges y Cortázar.

Last but not least, hay dos libros que son de esos que me compro, o que tengo en mi biblioteca y siempre empiezo a leer y dejo sin terminar, pero pendientes para un mejor momento de poder adentrarme en ellos. Y en los que pensé cuando leí las Apostillas de Eco a El nombre de la rosa y las primeras páginas que explica que hay que atravesar para poder entrar en el monasterio, que no puede atravesar cualquier lector, y que te transforman en un lector específico de una obra específica. Uno es La conjura de los necios de John Kennedy Toole: cuando logré entrar, superar el escollo de las primeras 40 páginas, encontrarle el encanto al despreciado Ignatius y el sentido a una novela que parece no decir nada, no quería que terminara nunca. Me pasó lo mismo, pero al revés con El Pasado de Alan Pauls. Tuve el coraje de volver a agarrarla hace sólo unos meses, después de haberla tenido años en mi biblioteca. Nunca ninguna novela me produjo lo que me produjo esta, que me atrapó en su mundo, que siempre toca el propio, me sacudió, me oscureció, me hizo sentir a Sofía, a Rímini, comprenderlos, despreciarlos, reconocerse a uno mismo y a sus propias miserias en el reflejo de unos personajes perfectamente construidos, destruirse y volverse a construir. Al revés que con La conjura quería que terminara, necesitaba que terminara para poder salir del pozo en el que me había caído junto con Rímini, junto con Sofía. Nunca me pasó de terminar una novela y sentirme mucho mejor a la otra mañana, sin explicación aparente, más que la del duelo con mi propio pasado terminado.

2 comentarios:

  1. Hermoso. Me hizo acordar a esa idea de Auster que dice que la literatura es ese único lugar en donde dos personas completamente desconocidas se relacionan de manera absolutamente íntima.

    Todas las expresiones artísticas humanas son maravillosas. Algunas alcanzan niveles de perfección difíciles de pensar como ciertos. Entre ellas, la poesía (dentro de la cual encuentro a la literatura, lo entendí hace muy poquito) me sigue pareciendo la más interesante, y la más humana. Sus posibilidades son infinitas, y trabaja "sólo" con símbolos.

    Un abrazo para la lengua castellana, que se sigue revelando como inmensa.

    Otro para vos, y para tu autobiografía, y para la "tensión" de escribir porque hay que presentar algo. Así escribió todo Dostoievski, y otra enorme camada de genios.

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  2. JO/FC (es el blog que no fue?)... que lindas palabras...
    Me había olvidado de esa idea de Auster, que es genial, de las mejores definiciones de la literatura, que tiene tantas. Es inimaginable creo todo lo que podría dar la humanidad, si aún en este sistema constreñido como está, nos pasa eso de encontrar tantas expresiones artísticas maravillosas. Yo haciendo este "trabajo", que costó, pero disfruté mucho hacer, tuve el difícil ejercicio de seleccionar como lo más significativo, que obviamente vamos cambiando en función de cómo estamos, y tuve como una excelente sesión de terapia (en realidad sumándole a este varios otros) con algunos "descubrimientos" interesantes que ya te contaré personalmente, pero que son para hablar precisamente con vos.
    La poesía tiene esa forma de jugar con las palabras que cuando uno la descubre, la aprende a disfrutar, es insuperable, pero todo tiene lo suyo, porque al fin de cuentas todo es símbolos, si uno lo quiere convertir en eso. Ando experimentando con la prosa, y le estoy encontrando el gusto.
    ¿A vos cuando te leemos? ¿Y si comparto algo por acá?
    Devuelvo el abrazo y la esperanza de poder hacer algo a la altura (que creo que en este sistema es imposible ya, lamentablemente, aunque debo confesar que Pauls me dio una cachetada).Tenía el prejuicio que la literatura no se hace "por encargo" pero es algo más que uno va aprendiendo...
    Subo otro de los "terapéuticos", también parte de la tarea ;)

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